Dame una guerra

         Palestina era el nombre de un almacén de telas de la Calle Real de mi Pamplona, la de Colombia, la muy noble y muy leal, según Carlos V. Esos comercios, como otros tantos de similar índole, estaban a lado y lado de LaCallerrial, como se le dice aun, para ahorrar espacios inútiles. En su momento –y dada la presencia de inmigrantes del Medio Oriente– a ese espacio de tres cuadras también se le llamó el canal de Suez y fue ocupado por género y ropa para dama y caballero, regentadas por palestinos, sirios, libaneses (y si no estoy mal, algún egipcio) a quienes –despectiva o cariñosamente–, se les llamaba turcos; gente afable, trabajadora, y para algunos locales, demasiado trabajadora. De primera generación, de segunda, unos católicos, otros conversos, otros fieles a sus ancestros culturales o de religión y no menos ladinos que un andino de ruana o de corbata. Llegaron por la costa atlántica y una minoría subió por el río Magdalena para asentarse en algunas latitudes del país.

         Inmigrantes de muchas partes pero de una sola, Turquía, según la oficialidad. El apelativo era (y es) un fenómeno latinoamericano, pero obedece a que cuando se produjo la primera diáspora a finales del lejanísimo S.XIX, aquellos territorios pertenecían al imperio otomano, y todos fueron metidos en un mismo saco por razones prácticas o de ignorancia flagrante. Curiosamente, al contrario que la mayoría de Latinoamérica, Colombia fue el país menos receptor de esta inmigración, por una serie de normas obtusas y un sistema de cuotas xenófobas y racistas. Y como no era de esperarse, pero llegó, la I Guerra Mundial hizo su aparición y los imperios imperantes empezaron a caer y muchas familias o cabezas de familia europeas y mediorientales, salieron en buques hacia América. Gente que llegó a donde llegó con sus tradiciones, con su religión, con su empuje, con el fardo de llegar a lugares extraños, sin dominio del idioma y el repelús que causaban. Toda migración implica un dejar y un llevar. Un desgarro en el que los jirones quedan repartidos entre la tierra que abandonas, el camino que transitas y el lugar que te recibe. Y la segunda tanda de origen árabe llegó con la segunda guerra y su final, cuando los imperios de turno se repartieron el pastel y fue creado el estado de Israel sin hacerlo con el palestino. Se deshicieron de un monstruo y crearon otro.

         Y llegó la guerra de los Seis Días a mediados de los sesenta, y las intifadas, guerra del Líbano de por medio; la repetición de la repetidera hasta el día de hoy, cuando una agresión absurda llevó a otra demente, y en la tierra de Abraham, sus hijos vuelven a la pelotera desigual. Los palestinos que no han muerto, se verán obligados a salir de sus tierras a fundar ya no una tienda de especias, una de telas, un restaurante. (Ya no hay buques trasatlánticos, sólo aviones para quien pueda). Será una tienda de campaña, un cambuche humanitario, mientras los colonos cimientan contentos una nueva urbanización.

         Dame una guerra y te diré quién eras. Las guerras, un invento humano propiciado por la ambición y la pequeñez a partes iguales. Hoy las tenemos por oleadas, unas que se perpetúan de aburrimiento como en Siria (pasó de moda, por fortuna para su dictador); o se asientan en la tozudez de un líder con la pretensión de pasar a la historia como un little Stalin, o el otrora perseguido y diezmado pueblo israelita aplastando a su vecino, a la cabeza de otro pistolero inamovible. Mucha tela por cortar…

Páginas de olvido

         Como miles o millones de personas adeptas, encargué un ejemplar de En agosto nos vemos, la novela póstuma de don Gabriel García Márquez. Otras tantas irían a las librerías para hacerse con la historia de esta mujer que, desafiando la sentencia del Nobel, "uno viene al mundo con sus polvos contados", decide ir a aquella isla y pescar un hombre cada mes de agosto, mientras lleva flores a su madre fallecida. (Algunos impulsos no parten de decisiones).

         Bien, pero no la voy a contar. La cuenta mejor el Gabo dubitante que la escribió y el editor que buceó para entregarnos la mejor versión posible. El caso es que me llegó el libro, el prometido 6 de marzo y detuve toda actividad, como si me hubiera llegado un sobre de Hacienda. Me entregué a la lectura, no sin prejuicios y recelos. Al llegar al final de la página 106 y al inicio de la siguiente leí: "Su mayor ansiedad, sin embargo, no eran las dudas / ginas del libro la ignominia del billete de veinte dólares..." ¡Qué! Otra vez: "Su mayor ansiedad, sin embargo, no eran las dudas / ginas del libro la ignominia del billete de veinte dólares...". Llevé la vista abajo y vi el número 111. Saqué la calculadora de dedos y la cuenta me dio cuatro. ¡Cuatro páginas, le faltan cuatro páginas! Busqué hacia adelante por si había más accidentes como ese y no. Ya eran suficientes como inaceptables. Mi siguiente pregunta fue: ¿será que todo el tiraje salió mal? De ser así, se va a armar una grande. Como sabía que un gran amigo esperaba su libro, elevé cuita interna para preguntarle si lo tenía completo. No sólo lo tenía íntegro, sino que ya lo había terminado. Le pedí entonces que me enviara fotos de las cuatro páginas de olvido para poder terminar la lectura.

         Puse queja por email, por intraweb y por teléfono al remitente, algo así como por agua, tierra y aire. A los dos días vinieron a recoger el libro fallido. Entonces escuché la voz, esa que todos tenemos, y me dijo: "oiga, ¿y si ese ejemplar es único y dentro de poco o dentro de mucho va ser pieza de colección y puede venderse a precios obscenos?". No la escuché. No sirvo para esa clase de esperas ni esperanzas. El mensajero timbró, le abrí y se lo llevó. Al par de jornadas regresó el mismo emisario. Le pedí esperar. Abrí el libro y comprobé que estaban las cuatro páginas. También revisé el resto como una máquina que cuenta billetes y hasta donde los ojos dieron, todo estaba correcto. ¿Usted lee novelas? le pregunté al tipo, con la intención de regalársela. No, dijo con naturalidad. Nos despedimos. (Algunas intenciones no llegan a decisiones).

         Fui a la biblioteca y metí En agosto nos vemos en la sección correspondiente, sin olerlo siquiera, con todas sus páginas, o no. Extraña sensación. Ya lo tenía, pero era otro libro, sólo una posesión, un ejemplar que tal vez no leeré, aunque leída está la novela. Tal vez por curiosidad o por ausencia de recuerdo, (¡oh Gabito extraviado!) algún día remoto vuelva a abrirlo y al llegar –si llego– a la página 106, ya no sepa que a aquel ejemplar le faltaron la 107, la 108, la 109 y la 110. Tal vez habré olvidado que pudiera haber sido una joya para la venta. Tal vez no recordaré que el autor expresó su deseo de destruir el manuscrito, aunque él tampoco llegó a consumarlo. (Algunas intenciones se nutren de impulsos y otros son los que deciden). Páginas de olvido.

Tropical fruits

         Entre los doce y los dieciocho años acompañé a mi mamá para “hacer el mercado”, o sea, la compra, y ella me invitaba a un jugo de fruta. El mercado se hacía los sábados y el sector de las frutas era un estallido de color y de una algarabía controlada. Los puestos eran regentados por mujeres sonrosadas y alegres, que exhibían los frutos del trópico y de Los Andes pamploneses, como en una suerte de La Boquería barcelonesa, pero con luz natural y sin turistas en masa. Un pasillo de ventas idénticas, separadas por paredillas blancas, como los palcos de los estadios de tenis, y que a falta de bolas, mostraban todas las formas y la paleta de color de todos los pisos térmicos del país. Guayabas, patillas que son sandías, lechosas, que son papayas, bananos o habanos, guineos, cambures; naranjas de tierra templada, moras de tierra fría, higos, piñas, peras, uvas del sur del mundo, manzanas de quiensabedónde, curubas, maracuyás, granadillas, chirimoyas, guanábanas, nísperos, zapotes y lo dejamos en la letra zeta para no alargar la lista.

         Yo pedía jugo de durazno, rarísimo si lo pienso ahora, pues era cocido, como una compota líquida y fría. También me gustaba el de curuba, pero hecho en la casa. ¿Que qué es la curuba? preguntará algún/a lector/a ajena a latitudes tropicales. Es un fruto andino, alargado y redondeado, como un proyectil amable. Amarillo por fuera y anaranjado por dentro. El zumo lo preparan con leche (con agua, tiene un sabor astringente) y comerla cruda es una aventura agridulce, si no se le tiene “cosita” a morder las semillas. Quienes viven en Europa o en U.S.A., tal vez conozcan algunas de estas joyas, pero con nombres comerciales o científicos, los unos y los otros tan legítimos como repelentes. ¡Uy, uchuvas! dije sorprendido algún diciembre (sólo en diciembre aparecen en las fruterías y los supermercados). Physalis, dijo la dependienta muy sabionda. No compré. No porque me hubiera incomodado (que sí) la clase de botánica, sino porque son carísimas. Lo mismo pasa con mangos, moras, lulos, aguacates; están a precio de oro y en el trópico muchas veces se pierden por los suelos.

         Si preguntara por maracuyá, tal vez me responderían: fruit passion, Darling, o, fruta de la pasión, guapo. ¿Será que a los exportadores les da vergüenza llamar a las frutas como son y se doblegan al English, al latín? (A propósito, cuando se encuentre con una curuba, diga banana passionfruit). El maracuyá (no “la”) se llama así y sus zumos, sus postres o sus cocteles deben saber -—además de licor— a maracuyá, o a parchita o a otros nombres más auténticos y aborígenes. Este proviene del tupí, una lengua indígena brasileña, y es el fruto de una enredadera llamada pasionaria, cuyas partes de la flor, al ser observada por los observadores y bautizadores europeos, les evocó la pasión de Cristo, además de su color morado, tan de Cuaresma y Semana Santa. Entendible. Y consumible, como todas las frutas, vengan de donde, vengan y llámense como se llamen, estén de moda o sean de toda la vida.

         Y ya que pasamos por Brasil (el segundo productor es Colombia), aparece el re-influencer açaí, fruto de una palmera que ha revolucionado los brunches borrego-domingueros y que en las calles de Río o Bahía es una fruta más para hacer sucos o vitaminas. Eso sí, alegra mucho que en un bowl (no diga cuenco, Darling) con este superfruto se pueda encontrar el equivalente a medio filete de carne, diez cucharadas de arroz, un lingote de hierro y dos tabletas de Viagra.

Tu tatoo

         Hace unos días, por pura carambola me encontré con una serie de televisión de principios de siglo. Es la historia de una familia de funerarios de Los Ángeles que –entre episodios negros, risibles y escabrosos– nos enfrenta de manera mordaz con los rituales de la muerte y la manera como nos comportamos ante esa Señora. Después de despachar cuatro capítulos de un tirón, recordé el caso de otra familia, esta real, que lleva una funeraria en Northfield, Ohio y que, entre los servicios habituales de embalsamamiento, maquillaje, traje de madera (como diría don Sabina) entre otros, ofrecen recortar e inmortalizar los tatuajes de quienes viajan al más allá, para solaz y sosiego de sus deudos.

         A todos nos toca lidiar con los muertos, poniendo el pecho o huyendo; haciendo duelo, luto o lo que sirva para sobrellevar la pérdida, arrastrando eso sí con los lastres culturales o de religión. Y los que están del lado del bísnes –más que legítimo– se las ingenian para sumar servicios y emperifolles para que la pena se traslade al bolsillo. Cuando nos toque el turno, que tocará, los que nos despachen se las verán con el catálogo de urnas, cofres, flores, sufragios, cintas, fotos, coches, camposantos, nichos, hornos, además de los oficios tras bambalinas, que si nos descuidamos, irán en el paquete en riguroso streaming. Si la idea de los señores de Ohio se extiende al mundo, y si la gente tiene un lugar en la pared o en alguna vitrina de casa, los familiares podrán conservar nuestro tatuaje como la obra de arte que es, si es que nos dio por teñir el lienzo de la piel con nuestras pasiones o con nuestras tonterías.

         El tatuaje ha sido una expresión humana más vieja que el hilo negro, como dicen por ahí. Se tiene registro que desde el neolítico –y claro– en el antiguo Egipto, en Japón, en la Polinesia, América o en África, se ha cultivado con técnicas varias como la tintura, el corte, la costura o la quemadura, por no hablar de las artes adjuntas como las perforaciones, piercings y toda suerte de abscesos y cuernos subcutáneos. Y por supuesto, se ha practicado con propósitos rituales, místicos, de castigo, estigma, o por puras razones estéticas, de vanidad o vicio. Ya en la actualidad, la cosa es a otro precio y a otra escala. Hay tatoo shops, tatoo studios y tatuajerías en cada manzana, como panaderías o peluquerías. Y verdaderos artistas que con sus tintes, punzones, motores y talento tienen a disposición los dos metros cuadrados de papiro del homo sapiens. Hay récords, extravagancias, sutilezas, todos muy preciados por quienes los portan y por quienes los soportan. Hay personajes de toda índole, que los ostentan en sus torsos, bíceps, cara y otras partes más ocultas. Como el que se tatuó 848 cuadrados muy negros sobre su piel muy aria, o el que alardea tener tatuado el 95% de su cuerpo. Ni hablar de los futbolistas, que supongo, entrenan en la mañana y emplean el resto del día enchufados a los videojuegos o a la aguja del tatoo.

         En fin, cada quien con sus gustos y con sus taras, con su dinero y con su manera de recordar o querer ser recordado; en una foto, un holograma, un altar con las cenizas. Pero si perpetuar la piel tatuada es una opción, por qué no enmarcarla y colgarla en la sala o en la cabecera de la cama. Nada como ver cada mañana esa rosa en el pecho, el nombre del ser amado en la planta del pie, ese jaguar en la entrepierna…

Buenas Nuevas

         Cada año pasan muchas cosas. Las que pasan de verdad, las que nos cuentan a medias y las que pasan ocultas o pisoteadas por los malos acontecimientos. Consultados varios medios de comunicación internacionales, las buenas noticias no faltan y son, si se quiere, un bálsamo para “nuestra pobre humanidad agobiada y doliente”, como reza la Novena de Aguinaldos, tradición grancolombiana que por estas fechas festeja la noticia más difundida en el llamado Occidente, que no es otra cosa que el oriente de Oriente.

         ¿Cosas buenas para quién? cabría preguntarse. Pues las que influyen en positivo a una mayoría, podría responderse. Como que la deforestación de la Amazonia se ha reducido, gracias a que el gigante brasilero pasó a manos más sensatas y es de esperar que quienes piensan al revés, entiendan que arrasar esta selva impacta a todo ser vivo, incluso –por ejemplo– a un pescador que vive en Camboya y no sabe qué es la Amazonia.

         Han pasado cosas nimias, pero no tanto, como que las salas de cine reencontraron su público y se niegan a desaparecer; así como persiste la radio o el hablar mirándose a los ojos. El efecto “Barbieheimer”, dos películas basadas en fenómenos no muy edificantes, pusieron en pantalla historias que atraen por lo fútil o por lo inútil. Muñecas y muñecos en mundos prefabricados, o la fabricación de juguetes para acabar con el globo globalizado. La gente vuelve al cine, eso está bien, sobre todo si se aprovecha la oscuridad para besarse.

         De la COP28 llegaron promesas difusas, que al menos abren ventanas al optimismo, como el del vaso medio lleno, siempre y cuando quede agua. Veintiocho reuniones acerca de la “agenda climática” que pretende reducir las emisiones, estabilizar en incremento del clima, evitar la subida de los mares, abandonar los combustibles fósiles, impedir la desaparición de la niebla, bla, bla, bla. ¿Utopía? Quizá. Se seguirán haciendo esfuerzos, pactando pactos, acordando acuerdos, pero lo deseable sería que se cumplan pronto y no esperar a que la COP100 se celebre en las playas del Himalaya.

         También el 2023 dio paso a recordar efemérides. Buceando en Internet, se encuentra la conmemoración de los 60 años de “Please, please me”, el álbum que desató la beatlemanía; o los 30 años de la muerte de Pablo Escobar, que desató otra clase de manías, o los 50 años de la primera emisión del Chapulín Colorado. Es propio aclarar que el influjo de esta suerte de héroes agrade o no al personal de la galaxia; es cosa de cada quien y de cada cual.

         Buenas Nuevas como las que abre la ciencia, que no se detiene y se empeña en arrimar el seso en campos como el de la salud. Por ejemplo, se han hecho adelantos en el tratamiento de dolencias como el Parkinson, descubriendo un diagnóstico precoz o la implantación de neuroprótesis; asimismo la creación de un fármaco experimental para un tipo de leucemia que alienta el futuro de muchas personas así falte tiempo para que se hagan realidad y sean asequibles.

         Y una última, el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Narges Mohammadi, activista iraní, que desde la cárcel sigue porfiando frente al dislate opresivo de los dirigentes de aquel país contra la mujer y los derechos de sus ciudadanos. ¿Sirve de algo? ¡De mucho! ¿Cambia las cosas? No tanto.

         Noticias alentadoras para la Tierra, para el entretenimiento, para el bienestar, para la paz. Paz, ¡qué gastada está la palabreja! La paz –como las Buenas Nuevas– empieza cada mañana cuando nos miramos al espejo: de frente y con la cara tal cual.

No News

         Muy de nuestro tiempo son las fakenews, los memefakes, los IAfakes y todo lo que se ocurra a la gente para difamar, hinchar o simplemente tomar el pelo a su adversario o a quien quiera recoger el guante y se lo plante.

         He rescatado cuatro noticias viejas, que ya no lo son, pero que lo pudieran ser por el sólo hecho de que tienen un tinte, por lo menos, curioso y sin las salpicaduras de la actualidad que nos aplana tanto. Son hechos reales, de los que se toma su esencia informativa y se desvirtúan con humor y otras sustancias, como se haría en un corrillo o durante el break del café. La pretensión no va más allá de que el público lector que me acompaña (escaso, por demás) se refresque con estas grageas libres de contraindicaciones y sin efectos secundarios, sobre todo si es diciembre.

         . Un ciudadano francés fue condenado a pagar una indemnización de 10.000 euros a su ex-esposa por "ausencia de relaciones sexuales durante varios años". (Fue en 2011, ¡cuánta plata!). Aunque el condenado argumentó problemas de salud y la acusadora no cuantificó la frecuencia deseada, el tribunal de Aix-en-Provence –ante el vacío jurídico francés– tomó la determinación basándose en “los deberes del matrimonio” incumplidos por el incumplido. En consecuencia y en días posteriores ante el mismo tribunal, se presentó una madame, regente de una casa de citas de la localidad reclamando deudas por el doble de la cifra citada y que el monsieur (muy solvente físicamente) se ha negado a pagar durante años alegando física insolvencia monetaria.

          2ª. Hace diez años, científicos del Hospital Central de Leeds, Inglaterra, alertaron sobre la inminente extinción del Phthirus Pubis, insecto conocido en los bajos mundos como ladilla. El estudio concluyó que el declive en dicha población lo había causado la moda endémica de la depilación púbica humana. Ahora que la devastación forestal –entre otras ruindades– incrementa el célebre calentamiento global, preocupa que un animalito más se pierda por los efectos erosivos de unas pelvis vanidosas y calenturientas. Hoy en día, al parecer, por influencia del porno online la cosa se ha agravado al máximo, a tal punto de que un colectivo de portadores proteccionistas de la criatura, han decidido, además de mantener sus bosques pélvicos frondosos, dejar de rascarse alrededor de una semana para que la docena de huevitos de mamá ladilla y un vínculo de coexistencia de más de tres millones de años no se rompan.

          3ª. Posando de turista y con reincidencia, el señor Hans Kubus, en su visita a New Zeland, fue sorprendido en 2017 por las autoridades aeroportuarias con “44 ejemplares de siete especies protegidas de lagartos” envueltos en un pequeño paquete escondido en sus calzoncillos. La detención se desarrollaba sin contratiempos hasta que –según lenguas viperinas– se sintieron unos gritos espantosos dentro del cubículo aduanero. Los bramidos eran emitidos por el traficante de nacionalidad alemana, que luchando con una agente del orden, trataba de impedir que ésta le arrancara de su cuerpo el reptil N° 45, el más grande del lote.

          4ª. En mayo de 2008, en un anuncio milagroso de aquellos, una chica X visitó al especialista y este le recetó una dieta que resultó muy eficaz. En su momento pesaba 63 kilos y tres meses después alcanzó los 52 sin ningún problema. Cualquiera podría calcular que si redujo más o menos un kilo por semana, siguiendo una progresión lógica –sin lugar a dudas– miss X extinguió su último gramo en algo más de un año y se encuentra desde entonces en modo fantasma y absolutamente feliz… ¡FELIZ NAVIDAD!

Chino burro

En traducción simultánea directamente del colombiano andino, esto sería: niño tonto. Pero si transliteramos a ideogramas sería: ciudadano chino bruto, o incivil como diría la señora RAE.  Pues –noticia vieja– resulta que gracias a la sempiterna sabiduría china, los chinos de la China están acabando con los burros del planeta tierra, pues se desconoce presencia de borricos fuera del orbe. Cabría preguntarse: ¿qué no se comen los chinos? ¿qué no se untan? ¿qué no fabrican? Están arrasando con su población de burros y burras (la igualdad por delante, como en el refrán) y han tenido que acudir a otros países donde otra clase de bestias, los roban o los cazan y los llevan a mataderos insalubres. ¿Para qué? Para arrancarles la piel y ofrecer a la gran masa oriental, productos contra el envejecimiento y a favor de la potencia sexual, entre otras maravillas.

         Hace cuatro años (pasan cosas extrañas cada cuatro años), la organización The Donkey Sanctuary publicó el informe Under the skin donde se demuestra la crueldad, la sevicia y la avaricia del ser humano frente a estos animales y perjudicando a las gentes campesinas que los utilizan como medio de transporte o como compañeros de labores en todo el mundo. Se estima que el número de Equus africanus asinus o sea, asnos, borricos, jumentos o pollinos está sobre los 50 millones de ejemplares, población cercana a la de países como España o Colombia. O sea, que si se quisiera repartir burritos entre la población china, pues le tocaría a cada congénere unas 28 unidades, tal vez muy pocas para cubrir tanta vanidad. A estas alturas alguien podría endilgarme que voy contra los chinos. Pues no. Tengo que agradecer al pueblo milenario, la pólvora que gasté de niño y la que quemé de borracho; algunos decilitros de tinta y muchos kilómetros de pasta. Brújula nunca he tenido (los burros vienen con una incluida) pero tengo Google Maps –gracias Papá-Goog, Deus infinitum– y además contribuyo a su economía comprando en un Todoacién donde la señora me entiende sólo cuando voy a pagar. Tampoco finjo de defensor de los burros (hay adalides en esas) lo que no significa que no les tenga aprecio. En realidad, mi relación con la especie ha sido escasa, y se remite a pocas experiencias. A falta de haber montado en burro, alguna vez conviví con una burra que en lugar de brújula tenía reloj despertador. En otra oportunidad regalé una y me la devolvieron por razones de supervivencia, no de la burra sino de la agraciada. Y por último, me remito al recuerdo de un viaje remoto a las llanuras araucanas, donde me ofrecieron deleites innombrables con una pollina de pestañas abundantes, pero decliné la cortesía.

         Se sabe que el humano atribuye a los animales virtudes y debilidades para achacárselas a otros humanos y el burro no se escapa, aunque corra; Goya, Cervantes, Lucio Apuleyo o Shakespeare se sirvieron muy bien, por ejemplo. Y para ir más lejos, quienes veneran a Jesús o a Mahoma re-saben que ellos confiaron su nalgatorio a esos seres tan tercos. En fin, que desde los tiempos del moco tieso, se usa y se abusa de este y otros muchos animales en beneficio de la humanidad. Pero otra cosa es amenazarlos con su desaparición. Por cierto, hablando de extinción y prejuicios colectivos, en Colombia se acaba de comprobar que hay una especie inmune a cualquier práctica aniquilatoria: han sido electos (pasan cosas extrañas cada cuatro años) más de 20.000 cargos públicos, que –esperemos– no deleiten a su insigne pueblo votante con mil y una burradas.

Trilogía de la Virtud

         Tumbar un árbol. Robarse un libro. Pegarle a un niño. Así podría parafrasearse-desvirtuarse la cita atribuida al poeta y héroe cubano José Martí, donde se asevera que toda persona debería sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Ignoro dónde fue consignada dicha sentencia, pero sí se puede decir que la soltó en el último tercio del siglo XIX, cuando sembrar un árbol no tenía las implicaciones que podría tener hoy. Sembrar un árbol en Cuba en esa época sería loable, dadas los inmensos terrenos que fueron destinados décadas antes para el cultivo de la caña de azúcar. Pero a esas alturas de la humanidad ni de la isla, nadie pensaría que se trataba de un acto para salvar vidas y hasta un planeta. Según la FAO en las últimas dos décadas se han devastado cerca de 180 millones de hectáreas de bosques, cifra que no nos cabe en la cabeza si no se compara con algo palpable. Por ejemplo, sería el área de algo más de 16 Cubas (incluyendo Guantánamo y sus secretos). Otro dato: según los bosques que aún quedan –y si este fuera un mundo equitativo– le correspondería a cada habitante 0,52 hectáreas, un paraíso más pequeño que un campo de fútbol.

         Robarse un libro. Ya se había tocado este tema hace unos meses, pero valga agregar que habrá quien robe libros y no los lea, y quien rechace leerlos porque le roban tiempo al teléfono móvil. Eso de escribir un libro como un deber, como algo que debería hacerse “antes de morir”, como dicen algunos hacedores de listas, es un listón muy difícil de lograr. Escribirlo, ya sea de ficción, ensayo, biografía y todas las hibridaciones posibles, ya de por sí implica una gran dificultad. Y qué decir de poderlo publicar. Habrá tantos manuscritos en los cajones como árboles en los bosques, que entre otras cosas se talan para hacer libros. Ya me dirá alguien, pero son bosques sostenibles. Bueno sí, se renuevan y sostienen a mucha gente, entre otros, a no muchos escritores. Y así hoy sea muy fácil autopublicarse (cosa que le molestaba tanto a las editoriales, que los más grandes conglomerados han montado sus plataformas de autoedición), el camino de encontrar lectores no lo es, por que un libro sin lector es como un lector sin libro.

         Y la última: pegarle a un niño. Se calcula que hasta 1000 millones de niños en todo el mundo han sido agredidos de manera física o emocional, o fueron objeto de abusos sexuales o abandono en el último año, según los calculadores que lo calculan todo. Uno se pone a hacer cómputos (otra vez): ¿mil millones de niños? Todas esas criaturas puestas en fila, juntitas, quietitas, pues las podríamos acomodar en 160 hileras de 1.250 kilómetros, a lo largo de Cuba, unidad de medida de esta columna. Un coscorrón, una nalgada, con todo lo vil que pueda llegar a ser, se queda corto ante el maltrato sostenido, a la explotación laboral, la trata o al comercio sexual, prácticas que están lejos de poder ser controladas. Hay mucho blablablá y “agendas” de la OMS y otros organismos, pero si la desigualdad, la deseducación y el hambre siguen talando vidas como una motosierra, esto es imparable.

         A ese ritmo –aunque se estén haciendo esfuerzos no suficientes– estas tres virtudes harán de las suyas en pocos años. No habrá pulpa de celulosa para hacer libros robables, ni ganas de procrear bajo el bosquecito de un solo árbol que nos toque en suerte.

La frontera

         Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí,..., escribió Alfonso Reyes, en un poema titulado Morir. Seguramente algunos de quienes leen estarán por pisarla y otros ya la han franqueado. Y a otros les faltarán, años más años menos para arribar. Hablo de la frontera de los sesenta años, no la de la muerte, que es ignota y se antoja fascinante. Se trata de los 60, la década LX (y XL también), que se nos presenta como un número redondo, significativo, así como sentimos especiales los 50 o los 40. Al llegar a los cuarenta, por ejemplo, ya no nos queríamos comer el mundo como cuando adolescentes. Es más, a muchos se nos atragantó la fecha, otras lo rumiaron demasiado y algunos apenas lo habrán digerido. Esta década es la mejor, escuchamos, lo alcanzamos a intuir o lo proclamamos. Tal vez porque no contamos con que esos 120 meses (quién sabe cómo, quién sabe a qué horas) pasan como un rayo y apenas nos damos cuenta de que ya pisamos el medio siglo. Y claro, para evadir la cifra nos inventamos una fiesta especial. Celebrar ¡los 50! con la pretensión ilusoria de marcar algo así como la mitad de nuestra vida, otra frontera.
         Llegar a los 60 es aterrizar en arenas desconocidas, por no decir fango. Es ese momento en el que no se te considera un anciano, pero tampoco te cabe el remoto adjetivo de joven. Estás entre dos aguas. Entre lo que fue y se difumina, y lo que viene entre la niebla. Puedes tener más o menos inflada la chequera (¿quedan cheques?), más o menos asegurada lo que llaman vejez, pero lo cierto es que a todos nos aguardan los cambios. Variaciones que, aunque ya vienen sucediendo, se acentúan o se hacen evidentes. Porque te das cuenta, porque te los enseña el espejo o porque te los enrostran. Es ese momento en que tu geografía se llena de puntos rojos o bultitos pardos como indicando ciudades. Manchas representando lagos. Lunares como volcanes. Hendiduras en la piel como ríos secos, como deltas resecos. Hablando más claro: floración de verrugas, manchas cutáneas y en las manos, dilatación de la próstata en los varones y vacilaciones sexuales en las mujeres.
         Bueno, ¿pero será todo tan malo? ¿Habrá algo grato “allende aquestos confines”? como diría algún poeta añejo. Claro que sí y claro que no. ¿Nos cederán el paso en el ascensor, en el autobús, a la entrada del club? Tal vez. Y tal vez nos moleste. ¿Acaso te parezco un viejo? Hijo, si estoy enterita, dirá la otra. ¿Los más jóvenes verán en nuestras calvas y en nuestras barrigas, pistas de lucidez, de experiencia acumulada? Quién sabe... De pronto escuchen nuestros recuerdos rancios, nuestras anécdotas repetidas. Sí, pero no tanto o con tinte de conmiseración. Tal vez nos claven los nietos los viernes por la noche. Seguramente nos despierten los fantasmas en la madrugada. O las culpas, o los deseos truncos, o los polvos perdidos, o los enemigos encontrados. Y todas, todos, (queriéndolo o no) aguardando el número de la rifa, el que dañará el mecanismo y nos lleve al lindero final.
         A cada instante se cruza una frontera, como un retén sin retorno, como una porcelana rota que nunca volverá ser la misma. ¿Apelamos al relamido carpe diem? Pues sí, pero lo justo, sin olvidar los retrovisores y poniendo la mano en visera, a ver qué viene. Para rematar este canto aciago cito otro verso, este de Piedad Bonnett: ¡Ay! Aquí está la vida y yo viviendo. / Y detrás va la muerte agazapada.

Ir o no ir...

         He ahí el dilema. Irnos. Desconectar. Descansar. De acuerdo con la situación geográfica, cientos de miles de personas por estas épocas están pensando en salir de vacaciones. Y otras estarán regresando. Y otras, pensando en las próximas. Las vacaciones, ese “descanso temporal de una actividad habitual” además de un derecho adquirido por la gente trabajadora, es para muchos, todo lo contrario: una oportunidad para conseguir trabajo temporal y combatir una cesación habitual. También están los que aun trabajando se la pasan vacacionando y quienes no trabajan ni lo necesitan. Igualmente se pueden tomar vacaciones en casa, si no tenemos cómo, o le tenemos pánico a las aglomeraciones, a los aviones o a los turistas. Cuentan que los varones de la antigua Atenas ejercían su esparcimiento sin salir del lugar habitado; iban a los baños públicos, donde departían, hacían vida social, negocios off line y de paso aprovechaban para asearse. De manera que enroscarse en una sábana y andar campantes de la tina al bacón y del balcón a la bañera, no estaría nada mal.

         ¿Irnos? Sí, nos vamos, dejamos atrás lo acostumbrado. Cambiamos una casa por otra, o por una habitación de hotel, por un cubículo en un crucero, una tienda de campaña o por una caravana, en fin, ¡cuántas posibilidades! Cambiamos una cama por otra, una mesa por otra y hasta aspiramos a cambiarnos a nosotros mismos por otra persona. ¿Desconectar? Hay quienes no pueden, es que no pueden. El móvil, las redes, el ordenador, el reloj-todo-en-uno, no dan tregua, no dejan un resquicio a la pausa. (Están tardando en implantarnos todo esto en los parietales). Hasta algunos jefes, que no parecen desconectar nunca (pobres), pretenden que sus subordinados tampoco lo hagan, se encuentren tostándose hacinados en una playa, haciendo senderismo (rutas con señal, por favor) o intentando una barbacoa en la azotea. ¿Descansar? Bueno, bueno, sólo el hecho de hacer la maleta ya es cansancio. Ir al aeropuerto, otro tanto. Si vas vía terrestre, no faltan los atascos. Claro que se descansa, no hay que exagerar. Se patean ciudades, museos, iglesias, castillos, ruinas, calles, campos, caminos; se surcan ríos, mares, lagos. Se capturan imágenes de ciudades, museos, iglesias, castillos, ruinas, calles, campos, ríos, mares, lagos, además de los platos de los restaurantes, del restaurante, de los comensales en el restaurante (can you take a picture, please?). Claro que se descansa, cuando llegamos a esa nueva cama y por fin, reposamos.

         Y si se vacaciona, ¿quedan vacantes? Seguro, es el temor del empleado que hace holganza el año entero en su puesto de trabajo y reza al dios Sol para conservarlo; sitio que estará a la espera de ese turista agotado que tardará en reponerse hasta diciembre. Y volviendo a Grecia, ¿quedan Bacantes? Tal vez, tal vez. Aquellas adoradoras de Baco o Dioniso, aquellas chicas desaforadas que se iban varios días (sin varones) a un monte solitario entregándose a la copa y a los alucinógenos en un desenfreno de rituales de sensualidad y vida primitiva. Otra suerte de vacaciones. Envidiable. Debería promoverse algo así, ahora que se ha especializado todo (hoteles sin niños, hoteles con perros, hoteles sin viejos, hoteles carnívoros, hoteles vegávoros, hoteles gluten free). Podrían abrirse hoteles de género. Las chicas por un lado y los chicos por otro. Y los neogéneros, pues por su lado también. Todes, como en las despedidas de solteres, de juerga y monserga, disipados, desvergonzados, licenciosos, en planes todo incluido, todo excluyente, hasta que el aburrimiento haga su trabajo y se alce el ruego general de un regreso pronto y efectivo a las labores diarias tan queridas. Un lunes.

Y ahora, ¿quién podrá sostenernos?

       Parodiando la frase del Chapulín Colorado, esta podría ser la manifestación de auxilio de los fabricantes de la prenda de vestir femenina para ceñir el pecho: el sostén, como escuché de niño, por primera vez. Con el tiempo, aquellas superficies cóncavas o convexas, según se les mire o se les palpe, las identifiqué como brasier y algunos viajes me revelaron otros nombres como “sutiã”, “bra” o sujetador. Van a quebrar podría pensar cualquiera, pues la moda “braless” (sin brassiere) que se ha impuesto de nuevo, amenaza con arruinar ese sector del negocio. Pues creo que no. Si no lo hizo en los años sesenta –cuando estrellas como Janis Joplin o Jane Birkin entre otras, decidieron no usar ese trozo de tela constrictor y sedujeron a millones de chicas a hacer lo mismo– menos ahora, en que el universo diverso más que nunca hace con la ropa lo que se le da la gana. Que se lo ponga la que quiera y que no, la que no. Imponer llevarlo puede ser tan reprochable como decretar su nulidad.

         Claro que no van a quebrar. Algo se inventarán o pensarán que siempre habrá mujeres que lo usen, por costumbre, porque las mamás se los compran a sus hijas, o porque sí. Tantas razones como pechos. Más de un siglo lleva el invento (que fue una evolución del corsé) y muchas lo siguen llevando sin problema, como otras lo han relegado como reivindicación.  Sostenes para ocultar, brasieres para mostrar, sujetadores para insinuar. Y camisetas, blusas o jerséis para lo mismo. Los hubo y los habrá de múltiples sabores. Los hay “strapless”, con aros, sin aros, de copa… Marilyn, Sofía o Elizabeth usaron los de tipo torpedo, puntiagudos como para sacar ojos; las famosas actuales (demasiadas) optan por los de encaje, primorosos, o por trucos con cintas o eligen los “push-up”, embusteros. Un sinfín para la pluralidad de senos que puede tener el ser humano del ala “femĭna”. Cito: asimétricos, atléticos, de campana, de este y oeste, relajados, redondos, laterales, delgados o de lágrima. ¿Cómo van a fracasar las diseñadoras, diseñadores y diseñadoros con tanta abundancia de variantes y tamaños? La moda no incomoda, ¿O sí? Ante todo, libertad, como la que tienen las que han elegido no ponerse calzones, bombachas, bragas, cucos. O la que tienen los hombres con problemas de pechos grandes que utilizan sostenes especiales, o los de los deportistas que miden todo lo medible; o los que usan las personas en proceso de transición de género.

         En todo caso, las chicas que se decanten por no usar el atavío en cuestión, (no se me enfaden) sabrán que al género “masculīnus” le va de perlas, bueno, no siempre porque los cánones estéticos también nos encorsetaron. ¿Quién va a negar que siempre existirá entre los sexos, ese imán que gobierna la relación entre ojos y ciertas geografías del cuerpo humano? Y tampoco se irriten si algún día a algunos chicos y señores les da por ir sin calzoncillos, pantaloncillos, interiores o gayumbos, y se les note lo que deba notárseles, estén sus miembros de la academia dormidos, semi-despiertos o espabilados por completo. Por supuesto, también hay un gran surtido en formas y dimensiones, y nadie podrá quitarles el derecho de hacer con su cuerpo y con sus pintas lo que se les antoje. Y estarán en el suyo quienes opten por seguir calzándolos, porque no les apetece o porque no dan la talla. Y si no la dieran, pero se atrevieran, siempre podrán complementar dicha prenda con unas antenitas, como las del tal superhéroe. Para despistar, para despistar.

Hay que leer

         No se sabe cuál es más bobo, si quien presta un libro o quien lo devuelve. Eso se decía, bueno, se dice, porque no se han dejado de leer y no se han dejado de prestar. Y se han dejado de retornar, por su puesto. Podría considerarse un robo si pasan muchos días y sobre todo algunos meses (un libro se despacha máximo en semanas) y el prestador se dice: ¿lo habrá leído? ¿lo habrá re-prestado? ¿a qué hora me dio por dárselo? Dependiendo de la cercanía de la sospechosa (¿por qué se tiende a decir sospechoso?) la labor de rescate podrá hacerse sin mayor contratiempo, a menos que la sensibilidad haga su aparición y la señalada responda: ¿acaso piensas que me lo voy a robar?

       Ese objeto del deseo llamado libro sigue por ahí, presa de auténticos bibliorrateros o simples adoradores sin plata o con manga larga. Y lo fue de una serie de personajes que se hicieron célebres por esta práctica, información que se puede consultar en numerosos artículos casi idénticos en la red, escritos con el arte de copiar y pegar, que es otra variante de la rapacería. Robos muy hábiles, como lo fue el que presencié en la Feria del Libro de Madrid en el parque de El Retiro, cuando un muchacho, retiró con suprema delicadeza un libro que no logré identificar. Con tanta gente alelada caminando como entes apiñados en procesión, y otros que sí se detienen en los puestos a preguntar, a hojear y ojear, a comprar, nadie reparó en la maniobra, salvo quien observaba el maletín de cuero del caco por pura atracción nostálgica; tenía el diseño de aquellas antiguas maletas escolares, anchas con tapa de correas y con la piel lustrosa, en fin, una cartera con personalidad. Lo observaba desde un costado de la caseta y de pronto, el tipo pidió a la dependienta un ejemplar del fondo y al voltear ella, deslizó el elegido, que cayó –como una cabeza decapitada– en el zurrón.

          ¿Que qué hice? Nada. ¿Escribir esta nota como expiación? El tipo echó un vistazo al libro requerido, lo devolvió a la señora y se despidió tan cortés como seguramente había saludado. Mudo y quieto. No hice nada. Pasaron unos segundos y el tipo se perdió entre la muchedumbre. Eso nos pasa, a veces el pasmo nos paraliza. La inacción como cómplice; ¿mirar para otro lado es más cómodo? Después hasta me sentí culpable. Qué poco nos falta para justificarnos. Robé porque tengo hambre. Robé porque tengo hambre de poder. Robé porque tengo hambre de poder robar otro poco, otro mucho. Robé porque tengo hambre de leer. Podría decirse, bueno, tampoco es para tanto.

       Por alguna conexión (nostálgica también) recordé una entrañable y desaparecida librería de la Avenida Jiménez con octava de Bogotá. Eran seis o siete pisos de vidrieras atiborradas de libros de todas las disciplinas que mostraban sus lomos hacia la calle. (Supe que hay o hubo discotecas muy instructivas en aquel lugar). Decían que lo que no había allí no estaba publicado. Y también, que quien no había robado un libro en la Buchholz era porque no sabía leer. El señor Karl, un tipo de abundante pelo cano y pasado grisáceo, lo sabía. Y lo comprendía. Sabía que muchos estudiantes iban, unos a comprar, otros a leer allí como si fuera una biblioteca y los más osados, a llevarse un ejemplar bajo el sobaco. Supongo que, en su infinito amor por los libros, el viejo pensaría: un libro prestado, robado o hasta comprado, ante todo, está para ser leído. Hay que leer. 

Un vaso de agua, por favor

Esta nota se lee en unos tres o cuatro minutos. Si en ese tiempo, alguien dejara abierto el grifo del lavamanos, se habrán ido por el sifón entre tres y cuatro litros de agua. Leer es vital, pero no tanto. El agua es vital, pero sí mucho. Nada nuevo. Y cuando escasee, ya nos pelearemos. Por ahí dijo un gurú que la Inteligencia Artificial (I.A.) terminará con la especie humana dentro de pocos años, hummm… A la I.A. por más lista que parezca, le falta malicia, nunca tendrá los artificios propios del homo sapiens. Quien está acabando con la especie humana es la T.N. (Torpeza Natural) de la misma especie humana. Nada nuevo.

         Desde los años del moco o de la uña encarnada para no dar cifras inabarcables, los humanos han intentado dominar el agua para su beneficio. Bastaba hacer un cuenco con las manos para beberla, o tallar un trozo de madera, usar una concha, una hoja o un pellejo de animal. Desde esos momentos hasta –por ejemplo– los métodos de desalinización del agua marina o la reutilización de aguas grises, el humano ha sabido que el agua fue el principio y será el final. Tenochtitlan –cuentan las lenguas húmedas– fue una ciudad-isla estratégica, dotada de canales para la navegación, el riego y el consumo, lugar que Cortés se cargó en aras de la civilización. En la inmensidad el Imperio romano se crearon diques, presas, canales y acueductos, genialidades hoy muy fotografiadas por sedientos practicantes del turismo. En Estambul, bajo tierra, hay una cisterna (15€ la entrada), que con su capacidad de 80.000 m3 de aguas lluvias proveía a la capital bizantina. Y en China, para terminar con los ejemplos, en la provincia de Sichuan aún se utiliza una red de irrigación de más de dos mil años de existencia.

         Se ha sabido utilizar, malgastar o contaminar. Así, con agua pa’ tanta gente, se siguen ahorcando ríos, malregando más de 4 mil millones de hectáreas de cultivos y se “frackea” la tierra mientras nos damos duchas placenteras. Agua dulce, carbonatada, agua para las matas, agua salada, la dura, la blanda, el agua destilada, la residual, la oxigenada; el agua bendita, el agua con gas, la fría, la del tiempo, la destilada, el agua sucia, ¡aguas van! Y las aguas se van. Sequías ha habido toda la vida, pero las habrá en nuevos territorios. En otros sobrará, haciendo estragos o escaseará con más frecuencia, hasta que la saliva alcance. Pero no todo son quejas; antes de que la I.A. o la T.N. acaben con todo, seguramente se crearán dispositivos y filtros adosados a la garganta o a la boca del estómago y purificaremos (bueno, quienes vengan luego) la poca agua que llueva, la que sobre de lavar los platos (¿habrá platos?); o se regenerará a partir de la orina, la respiración o el sudor como hacen en las naves espaciales. Al principio serán caros aquellos dispositivos, como los móviles o como las células fotovoltaicas, pero gracias a la democracia (¿habrá democracia?) todo el mundo llevará uno enchufado al esófago. Ojalá, tal vez. Ya sabemos, el ser humano no se vara, la caga, pero inventa, se reinventa y se resilienta, si cabe la conjugación.

         Alguien dirá que no son tiempos de refranero popular, la filosofía de a pie; pero si de cambios drásticos se trata y se tratará, ¿qué será de las aguas mil de abril, y de las aguas que no has de beber? ¿Volverá a llover sobre mojado? Y eso de que a nadie se le niega un vaso de agua, hummm…

La procesión por fuera

Tomado (y adaptado) del libro inédito, “De los cero a los doce, memorias de infancia”

         Es la mejor Semana Santa del país, nos contaban desde pequeños, y que había otra importante pero no tan piadosa; también que allí los cargueros llevaban los pasos con la cara descubierta y eran personas notables; escuché que algunos lo hacían por aparecer, otros por devoción, pero con los años supe que la razón y el origen son distintos. En cambio, los penitentes de Pamplona (la de Colombia) lo hacen cubiertos con su tela púrpura, en anonimato, sean doctores o gente del común, pero creo que —salvo algún colado— sólo cargan los segundos. La verdad, me daban miedo y al mismo tiempo sentía admiración; veía como se echaban al hombro, kilos de madera, herrajes, yeso y floreros con su agua y con sus flores. Todo ese peso repartido entre ocho, doce o más nazarenos, caminando lento, acompasados, con sus códigos, ataviados con túnicas, con fajas de cuero y fique, calzando alpargatas de esparto, recorriendo media ciudad emparamada bajo el chinchín durante un par de horas o más, cumpliendo su penitencia.

         Las procesiones eran imponentes, muy ceremoniosas y muy olorosas. Olía a incienso, a efluvio de cirios y a golpe de axila, a emanaciones de abrigos mojados y de ruanas empapadas. Salíamos a la calle más cercana por donde pasaba el recorrido y mamá decía, “ese es Papalindo” “estos son los soldados, los malos…” y contaba la historia representada en ese Viacrucis callejero que conducía al Nazareno number one hacia su destino premeditado. Tengo muchos recuerdos, porque asistí por años al acontecimiento repetido, hasta que me interesaron otras cosas menos devotas, pero esa sería otra historia contada por otro yo.

         Había dos procesiones que me asustaban. La primera salía el jueves. Larguísima, se hacía un recuento de la Pasión con pasos prestados de otras cofradías y tenías que volver a ver los latigazos, la humillación y la sangre en un desfile de humos densos, rezos de cucarrón, música luctuosa y una cantidad de gente a lado y lado de la calle, desbordando las aceras, desdoblando las esquinas, atiborrando balcones y ventanas. Daba la sensación de que el mundo entero hubiera venido a mi pueblo a presenciar el escarmiento, que por fortuna se hacía en horas de la tarde y no en la negrura de la noche, tan propicia a sombras y visiones, cocos y otras amenazas.

         La otra se hacía a la medianoche del viernes, cuando el sepulcro reposaba en su sitio después de la procesión solemne, en la que las autoridades iban emperifolladas con crucifijos de oro los unos, con condecoraciones y con smoking otros más. Era entonces cuando otra serie de hombres, más humildes, fervientes y menos trajeados hacían penitencia extrema recorriendo a la inversa la misma ruta del Jesús inmolado; se llamaba la Procesión del Desande (cuentan que aún se realiza en versión light) y era una práctica si no secreta, vedada sólo a los insomnes, a los osados y trasnochadores que se atrevieran a ver por fervor o chismorreo, a estos hombres en purga, que pasaban cargando cruces hechas con troncos sin pulir, con vigas al lomo, con fierros al hombro; otros andaban de rodillas, o eran flagelados con lazos plenos de nudos y según decían, algunos se ponían cascajos en los zapatos para acrecentar el sufrimiento y su expiación. Contaban que en otra época era peor, pero para mí, que tendría ocho o nueve años, bastó ver esa única vez a esos hombres haciéndose daño, emulando, con la cara al descubierto. Pasa el tiempo, se cuentan tantas cosas…

Mamá, ¿qué es censura?

         Hace unos días saltó la noticia en diarios ingleses acerca del cambio en los textos de algunos cuentos del escritor Roald Dahl, por parte de la editorial dueña de sus derechos. Dichas variaciones se refieren a adjetivos tildados de ofensivos, a cuestiones de género y hasta de raza, palabra que pronto desaparecerá de los diccionarios como tantas otras injuriosas, insensibles y denigrantes usadas en literatura.

         Estas personas (con su rebaño detrás), brazo de la cultura woke a la que le dieron una vuelta de tuerca para convertirla en la tribuna de los probos, en el estrado de las virtuosas, aparcan en la zona del ridículo, todo en aras del bienestar de lectores que no se lo están pidiendo. Argumentan que examinan los escritos para adaptarlos a una “audiencia moderna”; hicieron una especie de auditoría con lectores especializados y muy sensibles para que la infancia, la juventud y uno que otro adulto no tengan que pedir cita en siquiatría.

         Me entran ganas de jugar, a ver, que pase Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento (nota del editor: por favor, cambiar por “cadena perpetua revisable”, es más humanitario), el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre (mejor “madre”, es más igualitario) lo llevó a conocer el hielo. (…) Exagerado, ¿no? ¡Un exabrupto! ¿Se está llegando a la censura mojigata, a la tijera pacata? Es que no sólo se trata del lenguaje, querrán podar la creación, la pasada y la de los autores actuales, desearán apoderarse de la manija y predicar una nueva manera de contar historias, las que ellos no sabrían escribir; asumen que la corrección (cualidad de conducta irreprochable) y la corrección (librar de horrores y defectos) son su bandera y su estribillo.

         Si estos editores (y los que se le sumen, que pasará) leyeran algunos apartes “muy sensibles” de los libros sagrados abrahámicos ¿los mutilarían, harían una versión light? Tal vez sea una buena idea, se salvarían vidas y algunos cerebros. Es que hay mucho propagandista esnob con vestiduras rasgables, que lee Lolita a escondidas y desearía ver alguna de Pasolini a hurtadillas; seguro ven series deleitándose con la “zona carnosa que rodea el orificio que remata el conducto digestivo”, o “los órganos glandulosos y salientes que los mamíferos tienen en número par y sirven en las hembras para la secreción de la leche”. (gracias diccionario, qué va a ser de ti, diccionario). ¡Uy! esto parece un hate-twit, pero largo. Pongamos vocabulario a disposición para hipotéticas discusiones: atrasados, retrógrados, rancios, reaccionarios; pero ojo, que tienen que pasar por la lista negra de estos señores. Y estas también: escrupulosos, medrosos, timoratos, gazmoños, (por supuesto con sus correspondientes aes, es, equis y @). Ni tanto que queme al tonto, ni tan poco que no lo irradie.

          Y en las otras artes, qué: ¿Tapamos L'origine du monde de Courbet con una prenda interior roja o amarilla para la buena suerte? ¿Presionamos a Fernando Botero para que pinte bailarinas lánguidas, guitarristas famélicos? ¿Capamos al David de Miguel Ángel? Si buscamos una palabra que les encaja es Hipocresía. Y otra que no usan: Contexto. Si el señor Dahl creó personajes tan desfavorecidos, historias tan crueles, ¿por qué no hacen una pira y queman sus libros de una vez? Respuesta: porque perderían dinero. Tal vez triunfen, hay mamitas y papitos muy correctos; en la noche leerán a sus hijos las nuevas versiones (si no están despotricando con sus móviles), impostarán voces con esas historias liposuccionadas, (si los niños no están disparando en sus videojuegos). Tal vez logren dormirlos. Pero de aburrimiento.

 

¿Aló?

         En la ciudad donde vives, es saludable ponerse el traje de turista, que no es más que un par de ojos dispuestos a descubrir nuevas cosas ocultas a simple vista. A veces salgo por ahí y encuentro cosas como esta: una cabina telefónica, aquel lugar público desde donde es (era) posible comunicarse con el mundo, si es que el mundo atiende. Espacio que en algunas partes ya ha sido retirado, como en Londres, donde a los emblemáticos cubículos rojos ahora se les dan otros usos como ventas de café o microbibliotecas; o en España, donde dejaron de ser un servicio universal y están abandonadas a su suerte. O han sido repensadas como en Nueva York, donde se están instalando paneles con Wi-Fi gratuito, entradas para cargar dispositivos, pantalla digital con múltiples funciones y llamadas, por supuesto. En Latinoamérica en ciudades como México, Bogotá o Buenos Aires algunas se resisten, pero están en franca vía de extinción.

         La que vi parecía mimetizada entre el resto del mobiliario urbano, y me acerqué porque necesitaba un lugar apropiado para mirar hacia arriba y no entorpecer a otros turistas. Bueno, reconocí la cabina porque las había visto y utilizado hace mucho, cuando aún seguíamos atados al cordón umbilical de los cables y no podíamos caminar moviendo una mano o las dos, hablando como orates. En realidad, lo supe por la forma, que cualquier quinceañero no sabría identificar. La patrullo por los dos lados y no encuentro nada, sólo está el esqueleto, ni cartel de la compañía, ni teléfono, claro, pero sí otras formas de comunicación: grafitis ilegibles, afrentas raciales, ocurrencias machistas, contestaciones feministas, números de líneas calientes, corazoncitos con mensaje, otros órganos sin mensaje, un anuncio de mascota perdida, un anuncio de alquiler de parking, adhesivos de cerrajerías, masajistas y un chicle.

         Al estar allí, por algún mecanismo de la memoria o del desocupe, me trasladé al día en que usé una cabina por primera vez. No sabía qué hacer. Era una caperuza gigante, amarilla; si uno avistaba a alguien desde lejos hablando por teléfono, se le veía medio cuerpo engastado en esa especie de secador de pelo de las peluquerías que fríen los sesos de las señoras o los ponen en su punto. (Por cierto ¿ya se extinguieron? Los secadores, no las señoras). Bueno, ¿qué hacer primero? levantar la bocina o meter la moneda. Había instrucciones, pero también estaba un tipo detrás que además de acosar con su presencia, había olvidado que algún día él también estuvo en mi situación. No recuerdo si lo logré, si le cedí el turno para aprender, y mucho menos a quién llamé o si pude hacerlo. Y la evocación fue más atrás, a la infancia, al corredor que bordeaba el patio donde estaba el de casa (muy privado, sólo para grandes), un teléfono de baquelita negra con un cable maltrecho que dejaba ver sus venas de colores. Allí estaba, y si alguien alzaba el cacho, ponía el dedo en el disco tres veces, raan, raaaan, raaaaaan, el milagro era posible. Ignoraba que después se añadirían más números y que aquellos teléfonos dirían adiós.

         Dejo de recordar y fantaseo cómo dentro de no mucho tiempo implantarán en las cabezas algún adminículo que, además de permitir llamadas, registrar imágenes y diseñar memes con sólo pestañear (lo normal), también tendrá una vocecita que comunicará cuántos días nos quedan, el promedio diario personal de insultos en las redes, qué proteínas tenemos que inyectarnos, cuántas cosas hemos aprendido tal día y cuáles olvidado tal otro, como por ejemplo, que eran aquellos aparatajes aparatosos atravesados en las aceras y que funcionaban con monedas.

Afilad las cuchillas

Empieza otro año y como siempre el 1º de enero, día festivo que conmemora (¿o celebra?) la Circuncisión de Jesús, tal como lo era en aquella época (y lo es ahora) ocho días después del nacimiento de un varón en el judaísmo. Fecha –como la Navidad– para reunirse con la familia, pelearse con la familia, y sobre todo para planear cosas, por ejemplo, hacer turismo; por ejemplo, para sacarse un pasaporte; por ejemplo, para adjudicarse una nueva nacionalidad, como la española.

         Se sabe de algunas clases de turismo alternas a la tradicional; turismo de salud, para la gente que va a tratarse a países más avanzados o más baratos. O el muy de moda en su momento: ir de América Latina a U.S.A. para vacunarse contra el SARS-CoV-2. También está el muy vigente tour a Turquía para hacerse macramé en los cráneos despoblados. Pero el que nos ocupa en esta ocasión es el paseo transatlántico que han realizado hacia España miles de ciudadanos latinoamericanos (y de otras latitudes), quienes apelando a su pasado sefardí tenían derecho (hasta hace algo más de un año), a solicitar el tan apreciado pasaporte color burdeos con el escudo del Reino estampado en oro, como si fuera la búsqueda de El Dorado, pero al revés. Todo un camino de rosas, si se ha tenido el temple, el dinero, el aguante del papeleo, la espera y si todo va bien (se han rechazado muchas solicitudes por fraudulentas) el desembolso del tiquete aéreo. La clave: cumplir con un menú de requisitos a escoger (una veintena), eso sí, acreditando –entre otros– ser descendiente de algún judío expulsado de España en 1492, para “enmendar la deuda histórica con sus antepasados” o en el caso de los(as) oportunistas, poder turistear por las Europas sin pedir visa.

         Estadísticas no oficiales registraron el disparo de las ventas de cientos de ejemplares de la Torá y de diccionarios español-ladino ladino-español, así como la implementación de clases on-line para repasar la conjugación de los verbos en la segunda persona del plural, obsoleto en América Latina; además del aprendizaje –por si las moscas– del surtido de frases hechas que ondea a diario el ciudadano(a) española(ol). Igualmente se llegó a afirmar que, en algunas peluquerías de Bogotá, México D.F. y Caracas, se rizaron rizos ortodoxos para los mechudos y se aplicaron extensiones de tirabuzón a quienes fracasaron en Estambul. Otros rumores menos creíbles aseguraron que su majestad Google colapsó ante la búsqueda frenética de la letra del himno español, que según se cuchicheaba, debía cantarse ante notario.

         Con lo que no cuentan los varones neoespañoles (los caminos tienen espinas) es que está fraguándose –se asegura en los mentideros legislativos– un proyecto de ley llamado "Out prepucio, Américo Vespucio", cuya proposición dispondría (a quienes se dispongan a viajar) de la exigencia en origen de examen visual del penis americanus, y dado el caso registro táctil, para evitar picardías tan propias de estas tierras. Por lo tanto, los que aún tengan el defecto (presumiblemente la mayoría) deberán pasar por quirófano, dejarse unos centímetros de piel y honrar a sus ancestros conversos o no, oportunidad de oro para los mismos y las mismas que se enriquecieron vendiendo mascarillas durante la remotísima pandemia, y como es de esperar, saldrán tours a lugares asépticos, nacerán clínicas clandestinas con promociones 2X1 y para los menos adinerados, se editará un folletín tipo “Hágalo usted mismo”.

         ¡Afilad las cuchillas, asentadlas sobre el cuero, bajad las braguetas! Alguno protestará: bueno, y a las mujeres qué". Y una abuela –de las de antes– responderá que a ellas "ni con el pétalo de una rosa".

Qué desayuna, su señoría

         “La justicia es lo que el juez ha desayunado” reza un viejo dicho en el ámbito jurídico gringo, y apunta hacia las circunstancias –a veces inconscientes– que intervienen en las decisiones del día a día, así sea elegir los zapatos que vamos a llevar o dictar sentencia, por ejemplo, a un violador. Por cierto, en el Reino de España, hace unos días algunos han salido en libertad (¡qué rápido camina a veces la señora justicia!) unos cuantos machos remachos, gracias o a pesar de una ley, a la que abogados diligentes se prendieron para que jueces, muy bien desayunados (o no) los soltaran sin más. Un agujero en la ley lo ha permitido. (La ley es la ley, pero lo justo es mejor).

         De desocupado, –es diciembre y hay que ponerse menos serios– me sumergí a buscar sentencias curiosas y entre ellas apareció la de una mujer de Huelva (Andalucía-España), quien hace unos años denunció al rey Baltasar por causarle lesiones en un ojo al atinarle con un caramelo durante la cabalgata de sus majestades los reyes de oriente y más allá. Hasta donde se sabe, en dichos desfiles, los que lanzan golosinas y chuches son los pajes, hecho que habría esgrimido la defensa de haberla necesitado el imputado, pues usía archivó el caso al no poder ajustar los hechos a ningún marco del derecho internacional y al desconocer la nacionalidad del monarca, en este caso, un jubilado al que habían subido a la carroza muy bien vestido y maquillado con tizne de corcho. Lo que hacen unas buenas lonchas de jamón ibérico, su señoría.

          En otra, un juzgado negó una acción de tutela instaurada por un estudiante de derecho de una universidad de Bucaramanga (Santander-Colombia) al ser eliminado de un grupo de WhatsApp quien buscaba “obtener la protección inmediata de sus derechos fundamentales” como dicta este mecanismo judicial. El futuro letrado alegó su derecho a la no discriminación, pero el juez o la jueza de turno, optó por desestimar el argumento del rechazado de la red que decidió apelar a instancias superiores, desenlace que ignoramos pues los diecisiete medios de comunicación (gracias su excelencia Google) que registraron la noticia entonces, se olvidaron del asunto. (Era un octubre y en octubre todo es más serio y aburrido). Lo que sí podemos aventurar es que el árbitro o árbitra, debió emitir sentencia después de la siesta que se merece un cabrito al horno con pepitoria.

         Agregamos una más fresca, en Vitoria (Euskadi-España) donde una jueza que no acostumbrará desayunar, ha negado el registro civil a una bebé, a quien sus padres querían poner el nombre de Hazia, que en buen vasco significa semilla, pero la jueza, que al parecer frecuenta las jergas malhabladas, adujo que su significado coloquial es semen y era “contrario a la dignidad” de la niña. Puede ser, puede ser, porque los niños, además de inocentes son crueles y los mayores peor. En fin, que decidió darle por nombre Zia (semilla en latín) y ahí va la cosa…

      Y la cosa en los estrados seguirá, pues según investigaciones muy serias (nada decembrinas) en E.U.A. y en Israel aseguran que una gran cantidad de jueces y juezas se ven afectados por el efecto “anclaje”, según el cual se aferran en exceso a informaciones iniciales, a ideas preconcebidas en cuanto a género, raza, o al simple descontrol de sus emociones, que si van unidas a determinado momento del día pueden llevar a sesgos y a sentencias erráticas, dependiendo de si les da –verbi gratia– por acompañar el café de la mañana con donuts o con alacranes.

JUST STOP OIL

       Hace casi cincuenta años el Guernica fue agredido con spray rojo, a manos de un autoproclamado artista iraní quien escribió Kill lies all, invocando motivos vinculados a la guerra de Vietnam. Recién había muerto Picasso y el cuadro aún estaba en el neoyorkino MoMa; claro, los curadores y el alcalde de entonces colapsaron y todo el mundo deploró el ataque.

       Hemos visto en estos días a parejas de activistas anticalentamiento global, calentando los noticieros y las redes con sus ataques a obras emblemáticas, revisitadas, refotografiadas y reenviadas. En la National Gallery de Londres, Los girasoles de Van Gogh fueron salpicados (con la sopa que le hizo falta al autor y le sobró a Warhol) por dos heroínas que inquirían si el arte tiene más valor que la vida, exhibiendo en su camiseta el lema que titula esta columna y adhiriéndose a la pared con pegante. Llevan razón en el fin, como la llevaría el tipo que (disfrazado de minusválido) arrojó una torta cremosa sobre la Monna Lisa en mayo pasado con una protesta en el mismo sentido; bueno, contra el vidrio que acorrala a la pobre Gioconda, tan apetecida por ladrones y selfies. ¿Pero llevan razón en los medios? Por fortuna el hombre del copete dorado ya no gobierna el mundo (¿o sí?), porque habría salido a convencer a la mitad del orbe de que la emisión de basura hacia la atmósfera es mentira y que Monna Lisa es una tienda de ropa para niños como él.

       Y es que esta clase de personajes llegan a convencer, pero no vencen, parafraseando a don Unamuno; unos lo niegan y otros reniegan ante la evidencia, cada quién con sus métodos, mientras los que en realidad pueden cambiar las cosas apenas lo intentan en foros mundiales de papel mojado (quemado sonaría mejor), acordando acuerdos que firman los países que nos nutren de artículos contaminantes tan apreciados y que nos hacen tan felices; pactos que se los pasan por donde nos pasamos el papel higiénico, que entre otras vainas es un producto que deja una huella hídrica y de carbono considerable, y que expuestas sus convicciones, es de esperar que los activistas en cuestión se abstengan de usar. Tienen toda la razón, así vamos hacia el cataclismo, además, inevitable, irreversible, irreparable.

       Cabe decir que estas protestas llevan la bendición de la Climate Emengency Found, organización regida por una señora muy loable que nunca iría a un museo a tirar sopa, y que en un artículo en The Guardian aplaude desde el sillón a sus reclutas, que atesoran likes con sus proclamas. Saltan preguntas: ¿con qué producto adhesivo se pegaron los/as activistas? ¿Con almidón? ¿Con mocos? ¿Con la misma sopa? Seguramente con un pegamento derivado del oil que combaten. Y me pregunto más: ¿cómo entran latas y tortas a estos museos con seguridad de aeropuerto? ¿Por qué no van al Museo del Hermitage en San Putimburgo y se pegan a una de las decenas de obras del tal Rembrandt tan contaminador con sus ácidos para grabado y sus blancos de plomo para sus pinturas? La pregunta es demasiado larga para una respuesta deseable.

       Ante tanta ineficiencia, tanto doblez, tanta pose, sólo podemos contribuir cada quien desde casa con lo que nos toca, o aguardar la evolución de dispositivos nasales para filtrar lo más selecto del monóxido de carbono, de los óxidos de nitrógeno y del dióxido de azufre que nos provee el “miedo ambiente”. Entretanto, en el Museo Reina Sofía, con todos los dispositivos en alerta, el Guernica está a la espera de un gazpacho en su punto, con un chorrito de aceite, por favor.

Curso lento de idiomas V

         Se consignan aquí ciertas Palabrejas topadas en la cola de la oficina de empleo; cabizbajas, a punto de enmohecer. Y algunas tomadas del diccionario callejero, sin letra de molde, pero moldeadas por el uso y el abuso. Ante la incompetencia creciente, el uso limitado y el desdén va un listado, con la acostumbrada tergiversación mamagallística*.

 

Buenordía: saludo mañanero andalú.

Chingüengüenchón: querido sinvergüenza.

Catañol: tercer idioma en Catalunya.

Hembrilla: pieza muy pequeña en que otra se asegura (sin ofensa de género).

Enrabonarse: emputamiento con envidia.

Cuchuflí: comodín para designar cualquier cosa.

Helminto: gusano parásito del hombre y de la mujer. (sin ofensa de género).

Miedodía: Recelo pre-vespertino.

Aldaba: en las puertas de antes –y en las que resisten– pieza metálica también llamada llamador, porque llama para que alguien desde adentro quite la aldaba y nos deje entrar, o la pase para que no.

Ñacioñalismo: separatismo espanyol.

Holgazán: sujeto dispuesto a asegurarse –cual helminto– una hembrilla.

Castelán: cuarto idioma en Cataluña.

Cachete: parte de la cara susceptible de enrojecer por vergüenza o por sopapo.

Cosianfirolo: comodín para designar cualquier cuchuflí.

Vagaroso: poéticamente, vago, pobre, insulso que va y viene perezoso.

Antiparras: palabra plural, a menos que se quiebre un/a lente.

Lente: palabra plural por lo binaria, sustantivo plural por lo epiceno.

Francachela: velada entre personas de todos los géneros, que incluye bebida de manera descomedida y puede incluir comida sin medida.

Hormonas: secreción de ciertos órganos que regula o excita otros y genera ofensas de género.

Tocayo: persona que tiene el mismo nombre que otra. Por ejemplo: José, Pepe, Chepe, Josefa, Pepa, Chepa. Hipocorístico, Hipocorística, etc.

Vagarosa: gracias a la poesía, mariposa rica en donaire y que va de rosa en rosa.

Barrabasada: pretender que cosianfirolo y cuchuflí son lo mismo que vaina.

Cordel: cuerda delgada de grosor similar al bramante, parecido al de la pita y semejante al del cáñamo.

Asna: jumenta, borrica, burra, asno, jumento, borrico, burro. Aplicado a personas: bestia, ignorante, simple. (sin distinción de género).

Pateta: diablo, satán, demonio, El enemigo, El maligno, satanás. El mismísimo príncipe de los ángeles en rebelión.

Contrito: que siente contrición, que se arrepiente, que le remuerde, que se acongoja, que se acojona, que es incapaz de ser un pateta.

Chanza: broma, chiste, guasa, mofa, pulla, Blog.

Buenos días: expresión mañanera en vía de extinción.

 

*mamagallística. adj. Perteneciente o relativo al mamagallismo.