¿El show debe seguir?

       Tuve la oportunidad de asistir a un homenaje a Joan Manuel Serrat por sus lazos y sus nudos con América Latina. En conversación muy animada y no exenta camaradería y humor (esos ingredientes de que se untan las amistades genuinas), en algún momento se coló fugaz el tema del retiro, del saber decir hasta aquí he llegado. El Nano, así le decimos los amigos anónimos, dio a entender que ya había dado todo lo que tenía que dar y recibido todo lo recibible. Y también confesó que el fantasma de retornar a los escenarios se le asoma travieso, pero él lo descubre y lo espanta. Al salir, me vino un recuerdo. Hace treinta años, fuimos con mi cómplice a ver a cuatro roqueros. Dijimos: a estos manes no los volvemos a ver, por oportunidad y porque están mayorcitos. Tomamos un bus y después de setecientos kilómetros, medio día y otro medio haciendo fila, los escuchamos bajo un aguacero tropical. Y no hace mucho los vimos junto a nuestros hijos, los mismos cuatro, los únicos vejetes que no han tenido que regresar porque nunca se han retirado, los Stones, que van cayendo como gajos, pero no hay otra.

         ¿Qué es eso de irse a tiempo? ¿Qué es eso de regresar a destiempo? Vemos Por ahí que ciertos músicos exitosos en su época –con todo el derecho internacional y humanitario posible– vuelven a dar conciertos, reeditan discos y a falta de algunos excesos propios de hace medio siglo, llevan píldoras de adultos mayores, por no decir ancianos beneméritos, abueletes marchosos. Se han venido reciclando, reinventando, resiliándose, reutilizándose, como si se tratara de una lata de cerveza o de una partitura arrugada pero prometedora. Cuando los padres tienen esas edades, cuarenta, cincuenta, nos parecen, si no ancianos, sí viejos, y sobre todo, anticuados en cuanto a música y otras pasiones. Pero claro, “el tiempo pasa” dijo Milanés, y ahora que se tienen los años que se tienen, hay quienes se creen muy mancebos, muy jovenzuelas. Y hacen o pretenden hacer las cosas de esas edades tempranas, porque mentalmente persiste una impresión de juventud. Lo cual está bien, hasta que el cuerpo y la mollera aguanten. Y si estos “noveles artistas” –a causa de ruina, nostalgia o simple chance– se sienten igual o incluso mejor, pues se lanzan al escenario donde los esperarán sus fanes con cerveza en mano y pastillero en el bolsillo. No hay lo uno sin lo otro. Estrella sin firmamento, músico sin público, ron sin cola negra, cigarrillo sin pulmón.

         Personalmente, huyo de esa clase de reencauches, pues los encuentro algo patéticos; (acepto pitos y buuuhs). Prefiero el recuerdo o las grabaciones, que son más fieles y guardan mejor la mentira que es el tiempo. Lo han hecho algunos boxeadores, que regresan por palizas aplazadas; o toreros, que vuelven al ruedo a dar muerte o a buscarla. Pero ya se sabe, un deportista o un matador, es anciano a los treintaiocho. Alguien increpará: ¿Acaso a esos músicos no les asiste el derecho de hacer lo que les apasiona? Pues sí. ¿Acaso los aficionados no tienen licencia para asistir a un evento que por lejanía, falta de plata o de edad, no pudieron hacerlo en su día y ahora sí? También.

         Entonces qué: ¿Continuar con el show? ¿Recomenzarlo? ¿Acabarlo? Pues tal vez hacer como Serrat, que ha detectado con naturalidad el momento justo. Es que al humano le apremia porfiar, sentirse querido, no morir para los otros. Y hay quien prefiere romper los espejos y –como dice su amigo Sabina– no creer eso de envejecer con dignidad.