Dame una guerra

         Palestina era el nombre de un almacén de telas de la Calle Real de mi Pamplona, la de Colombia, la muy noble y muy leal, según Carlos V. Esos comercios, como otros tantos de similar índole, estaban a lado y lado de LaCallerrial, como se le dice aun, para ahorrar espacios inútiles. En su momento –y dada la presencia de inmigrantes del Medio Oriente– a ese espacio de tres cuadras también se le llamó el canal de Suez y fue ocupado por género y ropa para dama y caballero, regentadas por palestinos, sirios, libaneses (y si no estoy mal, algún egipcio) a quienes –despectiva o cariñosamente–, se les llamaba turcos; gente afable, trabajadora, y para algunos locales, demasiado trabajadora. De primera generación, de segunda, unos católicos, otros conversos, otros fieles a sus ancestros culturales o de religión y no menos ladinos que un andino de ruana o de corbata. Llegaron por la costa atlántica y una minoría subió por el río Magdalena para asentarse en algunas latitudes del país.

         Inmigrantes de muchas partes pero de una sola, Turquía, según la oficialidad. El apelativo era (y es) un fenómeno latinoamericano, pero obedece a que cuando se produjo la primera diáspora a finales del lejanísimo S.XIX, aquellos territorios pertenecían al imperio otomano, y todos fueron metidos en un mismo saco por razones prácticas o de ignorancia flagrante. Curiosamente, al contrario que la mayoría de Latinoamérica, Colombia fue el país menos receptor de esta inmigración, por una serie de normas obtusas y un sistema de cuotas xenófobas y racistas. Y como no era de esperarse, pero llegó, la I Guerra Mundial hizo su aparición y los imperios imperantes empezaron a caer y muchas familias o cabezas de familia europeas y mediorientales, salieron en buques hacia América. Gente que llegó a donde llegó con sus tradiciones, con su religión, con su empuje, con el fardo de llegar a lugares extraños, sin dominio del idioma y el repelús que causaban. Toda migración implica un dejar y un llevar. Un desgarro en el que los jirones quedan repartidos entre la tierra que abandonas, el camino que transitas y el lugar que te recibe. Y la segunda tanda de origen árabe llegó con la segunda guerra y su final, cuando los imperios de turno se repartieron el pastel y fue creado el estado de Israel sin hacerlo con el palestino. Se deshicieron de un monstruo y crearon otro.

         Y llegó la guerra de los Seis Días a mediados de los sesenta, y las intifadas, guerra del Líbano de por medio; la repetición de la repetidera hasta el día de hoy, cuando una agresión absurda llevó a otra demente, y en la tierra de Abraham, sus hijos vuelven a la pelotera desigual. Los palestinos que no han muerto, se verán obligados a salir de sus tierras a fundar ya no una tienda de especias, una de telas, un restaurante. (Ya no hay buques trasatlánticos, sólo aviones para quien pueda). Será una tienda de campaña, un cambuche humanitario, mientras los colonos cimientan contentos una nueva urbanización.

         Dame una guerra y te diré quién eras. Las guerras, un invento humano propiciado por la ambición y la pequeñez a partes iguales. Hoy las tenemos por oleadas, unas que se perpetúan de aburrimiento como en Siria (pasó de moda, por fortuna para su dictador); o se asientan en la tozudez de un líder con la pretensión de pasar a la historia como un little Stalin, o el otrora perseguido y diezmado pueblo israelita aplastando a su vecino, a la cabeza de otro pistolero inamovible. Mucha tela por cortar…