La ventolera

         Después de un buen tiempo –enmascaramiento sanitario de por medio– los vientos me llevaron al país de origen, a la costa caribe, región bullanguera, fritanguera, amable y sabrosona, por nombrar virtudes y desazones. Tuve encuentros gratos, de esos que pueden ser los últimos; descubrí avances avanzados y retrocesos aplazados, no exentos del fastidio de la comparación. Evoqué, fugaz, tiempos pasados y recordé los versos de “joaquinito” que dicen que al lugar donde fuiste feliz /no debieras tratar de volver. Y extrañamente, me conmovió ver en algunos lugares, contados, el ejercicio infantil del elevamiento de cometa.

         Barrilete le dicen allí en la costa atlántica colombiana, como en Cádiz y seguramente en otros lugares. En el sur de Brasil es un papagaio, y Silvio Rodríguez le puso el nombre de este artilugio a una canción, El papalote. Tantos nombres como el número de colores que llevan estos seres voladores, y menos que la cantidad de niños y no tan niños que han disfrutado y sufrido con este juguete infantil que no siempre fue para infantes. Se sabe –o no–  que fue inventado por los chinos –¡cómo no!– con fines bélicos y de comunicación, pero derivó con los siglos y la occidentalización en pasatiempo y hasta en deporte. Y también se sabe, que el muy ocurrente B. Franklin comprobó con una cometa y una llave, que las nubes tenían cables, enchufes y producían la misma electricidad que aún el humano no ha podido embotellar.

         Al verlas volar y hacer piruetas con un cielo metálico como fondo, era de esperarse que recordara algunos flashes de infancia. Veo a mi nona (así le decimos a las madres de los padres en algunas regiones) recortando papeles muy delgados y coloridos sobre la mesa del comedor. Después, en la cocina prepara almidón y con ese potaje blanquecino y espeso pega con mimo los trozos de papel sobre un armazón de caña hexagonal. Ahora dirán algunos que no, que es romboide, octagonal o tipo delta. Así es y también las hay más sofisticadas, plastificadas y hasta con GPS, Wi-Fi y cámara habrá.

         Elevar cometa se hacía en agosto, el mes de los vientos alisios que aprendí en la escuela primaria. Alguna vez fui a volarlas con mis dos hermanos mayores, pero no me atrajo mucho el hecho de los intentos fallidos que había que soportar antes de que por fin tomara vuelo el hexágono con su cola de trapo y verlo junto a otros, como espermatozoos anhelando fecundar al sol. Así es la vida, podría argumentar: unos construyen, otros pilotan y otros observamos. Y observé. Esa vez y ahora muchos años después, volví a ver niños felices, los que todavía no tienen teléfonos inteligentes ni nintendos, elevando cometas, jalando la pita, la cuerda, el cordel, en ese ejercicio poético de lanzar algo querido al viento y sus avatares, tal vez con la ilusión de perderlo de vista, tal vez con la certeza de recogerlas con presteza o con la incertidumbre de verlas chocar contra el suelo. Vi a tres niños sobre un puente peatonal, con ademanes contentos encumbrando su cometa, aupando, idos, ignorando el chorro de vehículos que pasaban por debajo, con sus flatos y sus humaredas. Vi a otro, solitario, luchador y alegre, con su cometa hecha con una bolsa plástica y negra. Y contemplé a un abuelo que recorrió casi 500 kilómetros con la ventolera y los materiales para enseñarle a fabricar y elevar una cometa a su nieto, quien recorrió más de 8000 para ignorarla al fallido primer intento. Volviendo a los músicos, Bono nos canta: ¿Quién puede decir adónde te llevará el viento?