Recuerdo –últimamente recuerdo mucho– que desde muchacho escuchaba noticias en la radio. Bogotá D.E. 6 a.m. Después de encender un Pielroja (cigarrillo negro sin filtro con olor a diablo), prendía el aparato. Las noticias. Todos los días, media hora de realidad como una cánula, directo a las entendederas, no al corazón; con el corazón no siente, se siente con otras vísceras. En esa década estaba de moda la guerra de Afganistán (la primera) cuando los gringos apoyaban a los muyahidines, sólo por llevarle la contraria a la U.R.S.S.; armas y dinero llegaron a los fundamentalistas islámicos, los mismos que a principios del siglo veintiuno, decidieron aniquilar con otra guerra que terminó como ya sabemos, hace unos cuatro años. (Es que, ya se sabe, los gobiernos estadounidenses no apoyan a otros pueblos, ellos se apoyan a sí mismos). Al mediodía, después de clases, noticias. Las mismas, y a veces algún flash informativo, como: otra bomba de Pablito en algún lugar de Colombia.
Recuerdo –recordar es morir un poco– que por esa misma época (1985), un mediodía, estaba en la Biblioteca Luis Ángel Arango, averiguando nosequé. Al salir, se escuchaba un taca-taca, como cuando en una esquina cercana están taladrando el pavimento. Pues no. A cuatro calles había empezado la toma del Palacio de Justicia. Noticia en directo. Y yo, directo al apartamento, con el miedo acostumbrado, esa costra que nos iba cubriendo a todos. (Ese día, allí, murió un buen amigo de la familia. Y morí un poco). Noticia en directo que duró algo más de un día con todas sus horas, con todos sus muertos y sus desaparecidos, que han ido apareciendo, muertos.
Recuerdo –hay que recordar para tener derecho a olvidar–, que todas las noches, asistía a más noticias, en la televisión. Y después, la telenovela de turno, ese bálsamo que todo lo borraba, hasta que al otro día amanecían nuevas novedades, viejas obviedades y yo ahí, pegado a la radio, pegado al cigarrillo que vivía pegado a mis dedos. Durante mucho tiempo estuve así, muy enterado de la realidad nacional y mundial. Noticias radiales en las mañanas, televisivas en las noches y prensa los domingos, por el magazín cultural, otro lenitivo. ¿Como para qué tanta actualidad? No sé qué pensaba ese muchacho que era yo. Sería para mantenerse informado, pues “hay que saber en qué mundo vivimos”, para tener algo de qué hablar o para tener algo que arreglar al calor de unos aguardientes, porque los países se pueden desinfectar con alcohol.
Recuerdo –recordar es robar–, que el título de esta nota se lo hurté a una buena amiga. En algún chat, comentando un artículo anterior, me lo dijo: opté por mi “paz ignorante”, ni veo, ni leo ni escucho ninguna fuente de noticias. Pues en esas estoy yo hace un tiempo. Acumulo períodos sin saber de nada, ignorándolo todo. Eso sí, peco –hay que pecar para tener derecho a no arrepentirse–, cuando paso por el quiosco y veo los titulares, las imágenes. Y me entero, por encima, pero me entero. Me pongo al corriente de que cada vez hay más presidentes que hacen lo que se les da la gana, verbi gratia: el rubio gruñón, el circuncidado heroico o el Tarzán de San Petersburgo; también compruebo que Europa es como un perro viejo, que late echado y le faltan dientes, y que Latinoamérica sigue con su fiesta y su monserga. Lo demás me queda muy lejos. Defiendo el periodismo, el periodismo libre, pero ¿como para qué tragar tanta información? ¿Para estar al día, tenso? ¿Es desidia, pereza, indolencia, indiferencia, inapetencia, apatía?: toda. ¿Paz?: mucha.