Peticiones

En esta época del año, así el año sea el que nos tocó, gran parte del orbe empieza a pensar en pedir cosas y deseos que no son cosas. El niñerío, por ejemplo, recibirá la avalancha de anuncios con juguetes jugables, brillantes, veloces, rodantes, armables, desmontables y videojugables, futuros cachivaches que exigirán a sus padres, que si soportan la cantaleta o el chantaje o la inminente denuncia, vaciarán sus tarjetas plásticas para darles gusto. (Los que aún pueden). La juventud, por otra parte, se decantará por pedir aparatos tecnológicos que no compran hace cuatro meses y que ya consideran obsoletos (se incluyen algunos adultos) o hartarán sus armarios con la colección de invierno donde haga frío, o la tendencia de verano donde haga calor. La gente grande cruzará regalos que no ha pedido ni le han solicitado y que en la mayoría de los casos se harán con predecible desatino. En cambio algunos resignados esperaremos eso sí con entereza, los tres pares de calcetines acostumbrados, por fortuna otros, no los mismos del año anterior.

         En cuestión de deseos, peticiones, ruegos o exigencias, se diría que todo sigue igual que siempre si no fuera por la sobredosis de productos, subproductos, complementos, caprichos y veleidades, si no fuera por la fertilidad de mensajes y cartas y rituales para hacer que tantas apetencias sean recibidas, debidamente filtradas y satisfechas con suficiencia a la parroquia insaciable. Con todo y prediciendo lo que me tocará en suerte, tengo mis aspiraciones, que comparto para quienes las quieran hacer propias y agregarlas a sus listas particulares. Peticiones que haré llegar por los medios adecuados al Niño Dios, a Papá Nöel, al Tió de Nadal y a los pajes de sus Majestades los Reyes Magos, así el primero esté en pañales, el otro chocho y obeso, así el tercero aún no traiga una Cataluña libre bajo su manta y los restantes cuenten con el desprestigio de las monarquías.

         En el apartado de posesiones físicas, quiero:

Un chaleco de lana gris, abierto y con botones, como el que perdí en el 89. Un peón y un alfil negros dados de baja, y no hablo de violencia racial aunque le encaja. Un set de placas solares para encender la pasión, es que últimamente… Un reloj que dé la hora en la que el rubio del copete se vaya a jugar golf para siempre. Un rastreador para localizar el paradero exacto de Juanqui I para plantearle un bísnes. Un detector de traficantes de personas, al parecer son invisibles. Un localizador de dirigentes de personas, al parecer son inservibles. Un cubo de hielo descomunal para el ártico y uno chiquito para mi ron. Una cervecita cuando tenga sed, y sed cuando tenga cervecita.

          En el campo de los deseos terrenales, preferiría:

Un dolor de cabeza tres veces al mes y no tres veces a la semana. Que los delfines presidenciables se arrepientan, eso de ser expresidente es aburridísimo. Un amigo parecido a mí, para encontrarnos y caminar en silencio. Que Dieguito ni resucite ni se muera otra vez. Tres verrugas menos en la espalda y dos lunares en los cachetes. Que las compañías telefónicas no sean tan ruines, aunque no podamos sufrir sin ellas. Dos rinocerontes negros, hembra y macho, y estoy hablando de extinción. Que no prosperen las superfusiones bancarias. (Soñar no cobra intereses). ¿O sí? Que el famoso virus fastidioso, como muchos fastidiosos famosos, goce de buen retiro.   

Curso lento de idiomas

         En la entrega del pasado marzo —cuando estaban pasando cosas pero no estaba pasando nada— se ventilaron algunas palabras caídas en desuso, o porque nadie las escribe, porque nadie las lee donde se escribieron o porque si se usan, mucha gente no las ha escuchado jamás o tan sólo no sabe su significado. Se retoma entonces la costumbre de atrapar palabrejas, de las que se deshacen los tiempos, de las que se llevan los viejos, de las que se carga la señora RAE, de las que aconseja la calle. En la publicación “papel Higiénico ilustrado” —que alguien recordará— se hacía este ejercicio; ahora, por estos cauces vuelvo con porfía a lo mismo, sin otro pretexto que buscarlas, recordarlas, transgredirlas y disponerlas al margen del olvido, o para servirlas a quienes las quieran rescatar tal vez en un tuit en un chat en un post, así, castizamente escribiendo.

 Agasajo. Así llamaban a una reunión en la que se mostraba afecto a alguien, se consumían viandas y licores. Ahora también es posible, pero con mascarilla.

Buche: la barriga de cualquier pajarito, antes o después de comer, o la de un niño antes o después de no comer. O ese ruido de líquidos en la boca, posibles con o sin mascarilla.

Taburete: especie de asiento unipersonal utilizado para sentarse —por ejemplo— a ordeñar sin necesidad de mascarilla, o para tomarse una cerveza quitándosela.

Francachela. Agasajo o ágape entre las mismas personas pero más tarde, más alicorados, con más ruido, más aerosoles y con menos mascarillas.

Trifulca: desorden, batahola, en contra de llevar mascarilla y a favor de la libertad de contagiar y ser contagiados sin ella. O sea, pendencia entre cascos y pasamontañas.

Enagua. Prenda antiquísima usada bajo la falda que se ponía o se quitaba según las costumbres, las circunstancias —como la mascarilla— y claro, guardando las distancias.

Tuste: coco, mollera, cap, cabeza, azotea, torre, es decir, esfera deforme que soporta ideas, sombreros, caperuzas, tiaras, gorros, cofias, orejas y mascarillas sujetas a las orejas.

Zaguán: pasadizo de ciertas casas antiguas, donde —entre otras cosas— era posible el último beso de novios o amantes, cuando la mascarilla era cosa de quirófanos.

Maromo: amante del género masculino también llamado tinieblo, querido; en versión femenina, pirueta o acrobacia sin urgencia de mascarilla en cualquier circo o zaguán.

Tocadiscos. Aparato reproductor de sonido con plato giratorio en el que se ponen elepés o long plays que deben ser frotados previamente con una mascarilla vieja, for example.

Mansarda: altillo de las casas de antes, que como la cigüeña llegaron de París, también llamada buhardilla, que al estar aislada podemos subir sin…

Emperifollar: ponerse las medias los pantalones o las enaguas o la corbata o el sombrero o la bufanda o la camisa, el jubón, la chaqueta o la chaquetilla. Y que no falte la…

Letrina: cubículo similar en forma y función a los destinados a las citas electorales, donde aparte de gérmenes ofrece algunas emisiones íntimas que e-xi-gen-el-uso-de-mas-ca-ri-lla.

Bueno, y alguien despistado podría preguntarse, ¿por qué tanta lata con la palabrita? ¿Qué es eso de mascarilla? Pues vocablo archiconocido por el ser humano, a saber:

 Mascarilla: capas y capas de pasta de aguacate o pepino para exhibir mejores pieles, o capas y capas de fibras higiénicas de uso individual para ocultar las sonrisas, muecas, bochornos y flaquezas de la humanidad global.

Apología del encierro

Los días en que permaneció encerrado medio planeta en el próximo pasado no hicieron más que alimentar en mí la idea de que la reclusión in home es la mejor salida justo para eso, para no salir.

        ¿Salir a qué? ¿A trabajar si me pagan tan bien, si me pagan tan mal? ¿A trabajar si no hay trabajo? ¿A estudiar para no conseguir trabajo? Corrijo, corrijo. Ahora se puede teletrabajar, tal como los cajeros electrónicos, 7-24. Todo un privilegio, un gran paso para la humanidad, diría el astronauta. Y se puede aprender, por ejemplo, desde el retrete, en la cama, tirado en el sofá o al borde de la piscina, bajo el parasol de la playa o la sombra de un mango. ¿Por qué no? Y si alguien está dispuesto a instruirse pues alguien habrá de enseñarle. Y claro, el profe o la tícher lo podrán hacer desde cualquier sitio y en paños menores si lo prefieren, eso sí, con el torso muy elegante, bien planchado y la cámara apuntando adonde tiene que apuntar.

         Salir, salir. ¿Salir a comprar el pan cuando la compañía de la “a” y la sonrisa lo envía caliente y esterilizado? ¿Visitar un museo si tengo al Louvre y al Metropolitan a un clic, en 360º y megazoom para ver obras con hectopixeles de definición? Además sin el tufo y el flasheo de pelotones de japoneses con mascarillas. Sí, muchos de ellos ya las llevaban mucho antes de que se pusieran de moda y nos parecían ridículos. ¿Salir de fiesta si sale tan caro? ¿Buscar pareja si una App me la pone en bandeja?

       ¿Salir o no salir? Esa no es la cuestión. El asunto es quedarse. ¿Acaso el mundo, el universo no está en las pantallas? ¿Quiero ver un reality show postizo? Ahí está un menú tan extenso como el de un restaurante chino. ¿Me apetece comer chino? Pues llamo al chino. Bueno, eso ya estaba inventado y lo teníamos reservado para la pereza del domingo. ¿Que no tengo trabajo? Basta tener bicicleta y músculo (o haber quedado fuera del top ten en el Tour) y ya eres raider, la profesión indefinida más prometedora de la vía láctea. Seguimos hilando y al hablar de leche, habrá quien recuerde a Klim, el columnista, humorista y escritor que se encerró en su casa por algunos lustros ataviado con piyama, bata, cigarrillo, whisky y máquina de escribir. Todo está inventado. ¿Vestirse o no vestirse? ¿Vivir en piyama? ¿Soñar sin ella? Así vivió hasta que se le torció una tripa y sin quitarse el atuendo fue a parar a una clínica adonde iría a morir. To die, to sleep; / To sleep: perchance to dream… según don Hamlet.

        ¿Salir? ¿Quedarse? ¿Querer salir porque te encierran? ¿Quedarse sin siquiera pensar en salir? Y permanecer así, encerrados, recluidos, enjaulados, cautivos, enclaustrados. No, no voy a nombrar esa palabra, ese verbo que empieza con ce y termina —cómo no— en ere con alguna efe en los intermedios. No lo nombro por desgaste del pobre, que de pastar en las páginas judiciales o conventuales ha llegado al extremo de necesitar representante legal para exhortar a escribientes y hablantes para que consulten el diccionario de sinónimos que tan buenos servicios presta a la raza, casta, ralea, especie, estirpe, prosapia, tribu, horda humana.

       Jefas y jefes, empleadas y empleados, alumnos y alumnas, maestras y maestros, amantes y amantas ¿para qué estar cerca si estar lejos está tan bien? Podemos vernos a medias o mostrarnos enteros, sin olernos, sin intercambiar gérmenes y con el párpado de nuestra cámara a un dedo de distancia.

Tragar entero

       Ahora que me las tiro de escribidor, cuando tecleo lo hago en las mañanas escuchando música clásica y corrijo en la tarde con rock. Y con CD, sí, me quedé en el CD, me gusta ver la lista de las canciones, los autores, las fotos y tal. Pero cuando alterno con la radio no siempre sé de quién son las composiciones, a menos que el locutor lo diga. Estando en esas, me aventuré en el dial —por cambiar, sólo por cambiar— y me topé con una emisora que ventilaba sevillanas, tal vez alguna seguidilla y otras de ritmos emparentados hasta que sonó una rumba catalana: El muerto vivo, de Peret, según la presentadora.

         A ver, a ver, me dije. Esa vaina es de un colombiano. Tal vez la chica quiso decir que la interpretaba Peret, pero tal vez también daba por sentado —como mucha gente— que la composición es autoría del señor Pedro Pubill Calaf y no de Guillermo González Arenas. Acudí a su señoría World Wide Web, que todo lo sabe y todo lo sube, para enterarme de los antes nombrados y en muchas de sus entradas se le atribuye la tonada, por omisión o por suposición, al señor nacido en Mataró, Cataluña. Y como muchos tragamos entero y sin digestión cerebral, pues parece que (al menos en España, donde triunfó la versión de Peret) esa es la verdad. Pero si nos diera por explorar y leer un poco más, en efecto, letra y música son del compositor y arreglista de Manizales, Caldas. Rolando Laserie la cantó con su toque, las orquestas tropicales la tocaron con el suyo y hasta Sabina y Serrat se le midieron, además los heavy metal de Metallica hicieron un arreglo forzado en el estadio olímpico de Barcelona.

         Eso pasa. Eso está pasando. Unos crean y cranean, otros interpretan, otros callan, suponen, tergiversan o se aprovechan. Otros cortan y pegan. Y muchos engullen sin masticar. La historia de El muerto vivo sólo es un ejemplo al aire de lo que se consume en web, en redes o en medios parcializados, además de los millones de contenidos dudosos que se eructan a cada minuto. Corte, pegue, remiende y atribuya, sin filtro, sin contraste, sin rigor, con sesgo. Ni qué decir de lo que sale por boca de gobernantes legítimos y por deslegitimar, quienes intentan convencer a sus pueblos y a veces lo logran. Si hay rumiantes que no regurgitan, inventemos verdades. Si hay verdades evidentes, neguémoslas, que siempre habrá quien nos crea.

         Para terminar con el chisme —porque lo es— cuentan que la canción nació cuando el compositor en cuestión cogió el periódico cualquier día y leyó la noticia acerca de aquel obrero de una empresa cementera, que en plena época prenavideña recibió su sueldo, su prima y —como a muchos colombianos con plata extra en el bolsillo— lo primero que se le ocurrió fue una cerveza. O mil. Y el mancito desapareció entre las nieblas de la juma y ante la ausencia de días, su madre fue a buscarlo a la morgue de Medellín y comprobó al ver una cicatriz inigualable en la rodilla, que el cadáver era igualito a su hijo. Punto. O puntos suspensivos, porque no encontré mucho más, aunque es de intuir que el tipo apareció con su resaca días después y se armó el despelote; de ahí vendría el interés periodístico y luego la creación del compositor. Realidad por un lado, y un batido de ficción por el otro. Otra cosa es tanta basura pendiendo de la telaraña de Internet.

         Eso pasa. Eso está pasando. Raras veces la gente sabe lo que lee, raras veces piensa en lo que cree. Y raras veces algún borrachín muere de mentiras, raras veces su madre lo confunde y raras veces se hacen buenas canciones. Y muchas veces los sobrios escriben majaderías que a ningún ebrio se le pasarían por la cabeza.

 

Consejos aconsejables

        En la película El Graduado (The Graduate, 1967), uno de los invitados a la fiesta lleva hacia la piscina al homenajeado, quien después de haber sido regurgitado por una universidad muy prestigiosa del este americano, le presta algo de atención. El tipo —socio de su padre y esposo de la célebre Mrs. Robinson— con aire confidente, iluminado, a manera de gran consejo le dice en tono bajo, misterioso y casi profético: “Plásticos, los plásticos tienen un gran futuro”. La película narra hechos de esos años 60 en los que estaban pasando tantas cosas, cuando chicos despistados como Ben (Dustin Hofmann), regresaban a casa, a sus vacaciones de post-grado sin saber qué hacer con sus vidas; y de pronto, ni siquiera llegaban a planteárselo.

         Nada muy distante a lo que se enfrentan miles de jóvenes de todos los sexos en la actualidad. Claro, sí, estudio esto, lo otro, porque si no me preparo qué puedo hacer para encajar en este mundo tan complejo, tan competitivo, tan visual, tan virtual. Es lo que dictan los dictámenes sociales. ¡Ah! conque has nacido. Pues prepárate, antes de que abandones el chupete, el tetero, dejarás tu casa: a la guardería, a socializar, que en este mundo el que no interactúa está jodido. ¡Qué! ¿Ya estás más grandecito? Ponte una bata de cuadritos, así, uniformado, toma tus lápices de color y colorea el mundo, tan lindo el mundo. Y la primaria y la secundaria, como borregos a pastar allí, a pastar allá. ¿Y después? Pues lo que viene después. ¿Es que no hay otra manera?

         No hace mucho, en un programa televisivo de concurso (también debemos pasar por allí, se aprende muchísimo) el presentador preguntaba a una concursante lo de siempre. Cómo se llama, de dónde es, qué ha estudiado y para gastar tiempo agregó otro interrogante: “¿y cómo te ves dentro de cinco años?” La chica lo tenía diáfano, ya tenía perfilado su futuro y respondió: “en el paro”; desempleada, sin trabajo o haciendo uno ajeno a su preparación, o peor, ejerciendo su profesión por un sueldo de M. Sí, pongámosle todas las letras. Hay salidas, claro, aunque algunas parezcan abismos. Bueno, podrá decir usted, “no me venga con el cuento de que todo es así, que la gente estudia para nada; sin estudios y preparación y algo de curiosidad el mundo no estuviera lleno de maravillas”.

        Toda la razón. Toda la razón. A ver, a ver, maravillas, maravillas. ¡Los plásticos! Desde su invención, o desde los primeros acercamientos al material hace casi dos centurias, el ser humano, sin duda, se ha beneficiado de ellos. Dicen las leyendas de su majestad la web (lugar asequible donde el conocimiento es tan gratis como el desconocimiento) que lo creó un tipo para participar en un concurso y así sustituir al marfil de las bolas de billar. Muy loable la intención. Salvar a los papás de Dumbo, a los descendientes del Coronel Hathi. Y qué me dicen de sus propiedades: los plásticos son baratos, fáciles de moldear, de colorear; son aislantes, impermeables, adictivos (quién no haya comprado, usado, tirado plástico que alce la mano o la bolsa). Esta maravilla, sólo por soltar un dato, es capaz de aniquilar cada año a más cien mil animales en ríos, lagos y mares, y otra cifra superior de aves que no resisten su atractivo.         

       Ojo señoritos graduandos, señoritas graduandas, si en la fiesta de graduación que tan merecida tienen se les acerca un tipo con un whisky en la mano, escúchenlo, tal vez tenga la llave de su prosperidad. Quizás estén ante la última revelación, a lo mejor les susurre: “bio-armas, armas biológicas, virus, los virus tienen un gran futuro. Y las vacunas, ni se diga…” 

Orinar con famosos

A los veintitantos y aún con licencia vigente para infracciones, cometí varias veces la de decantar en lugar público; bebes litros de cerveza y lo único que sacas en claro entre las nieblas del alcohol, es que la cebada se va al crecimiento de barriga, el alcohol directo al discernimiento y el líquido restante a la madre tierra. Uno va al baño del bar muy educadito, pero cuando sale a la calle y el riñón vuelve a decir es hora otra vez, entonces un árbol o un muro pasan a merecer unos dibujitos. Entonces sacamos el amiguito de abajo y describimos parábolas, trazamos hipotenusas o en el mejor de los casos —si las reservas y el talento alcanzan— nos fajamos una obra maestra expresionista abstracta como un Pollock o tal vez un Miró. Pero no bastan los trazos sueltos o el dripping en soledad. No sería completo. Por fortuna en esos casos se suele ir con algún compinche, quien en un acto natural al ver al otro en micción, dice: "colombiano no orina solo" y se une al delito.

       Pero lo que iba a contarles era otra cosa, enlaza con lo anterior pero toca ir rellenando la cuota de palabras exigidas para completar la columna. Y claro, se ha de ambientar la anécdota para sustentar el tema: hablar acerca de esos aspavientos que nos asaltan y no resistimos contar. Lo no contado, no ha sucedido. “¡Ah! yo estuve allí cuando...” y ufanos ladeamos la cabeza; “esta foto fue la vez que...” “conocí a fulanita el día tal...” y pestañeamos, lentamente; “me presentaron a perencejo en el...” Y así, nos envanecemos con esos pequeños honores que nos propinan quienes creemos sublimes, mejores, quienes dan lustre a cierto oficio, a cualquier bandera, nuestro héroe deportivo; nos sueltan una firma en una servilleta, nos honran con una sonrisa o nos permiten un selfie rogando no les pasemos el brazo por encima del hombro como si fuéramos íntimos.

         A lo que iba. Fui invitado a Cartagena de Indias a un almuerzo con una delegación española y para más descreste a un hotel situado en una isla no apta para peatones. Pues allí lo vi, estaba no muy lejos junto a su esposa en una mesa nutrida. Gran novedad en la nuestra, el cuchicheo y poco más; uno no puede dejar que se le enfríe la cazuela o se le endurezca el patacón por andar mirando famosos. En fin, después de otros platillos caribeños y suficientes cervezas, los mismos riñones —entonces pre-adultos— dieron la orden y no tuve más que obedecer. Al entrar al baño, una casita adjunta al restaurante a cielo abierto, encontré un orinal muy Duchamp pero al derecho y empecé el ritual; estando en esas entró alguien y como a mí me asusta estar de espaldas, pues volteé, cosa que no hizo ese alguien, nada menos que Fernando Botero, “el mancito que pinta gordas”, como dijo un mancito. Como dicta la etiqueta, el maestro marcó distancia varonil, se encuadró hacia el rincón y sacó su pincel. Yo miré con discreción para confirmar si en efecto era el mismo de antes. Sí, era el pintor, el escultor, el artista vivo más célebre entre las celebridades del arte artístico. ¿Hablarle del punto de fusión del bronce con ese calor? ¿De dimensiones, de volumen, así, con las manos ocupadas?

         No dije ni mu. ¿Por qué habría de hacerlo? No dijo ni mu. ¿Por qué habría de hacerlo? Tan sólo éramos dos tipos aliviando, separados por tres metros pero unidos en el deber patriota de orinar en compañía.

Tener la razón, perdiéndola.

“El sueño de la razón produce monstruos” es un grabado de Goya que muestra a un hombre (tal vez él mismo) dormido en una silla y recostados cabeza y brazos sobre un cubo o una mesa de trabajo que en el lado frontal anuncia el título de la obra; al acecho del tipo revolotean búhos y murciélagos y un lince echado en el suelo, mirando alerta la escena.

        Como suele suceder con las artes, son susceptibles a interpretaciones de críticos y conocedores, que criticarán mucho y conocerán mucho, pero desconocen las verdaderas intenciones del artista, que en este caso nos abre el camino desde el título, desde la palabra y nos deja desnudos ante nuestro conocimiento, ante la intuición y nuestra sensibilidad.

         A propósito de las circunstancias actuales y si quisiéramos asociar y desmenuzar la frase, podríamos asegurar que en las recientes semanas la humanidad ha entrado en una especie de “sueño”, de letargo, hasta de pesadilla y ha sido acechada por búhos sabiondos, por murciélagos sospechosos y por los linces de siempre. Una modorra impuesta donde muchos despiertos han hecho agostos y otros más listos, insomnes, no pierden minuto para el desafuero y el atropello. Y la población entera, aterida, como zombis asistiendo al espectáculo por la portentosa ventana de las pantallas.

        La “razón” sería la palabra clave; la razón como capacidad de entendimiento, como demostración de algo o simplemente como creencia de “estar en lo cierto”. Aristóteles, Hume, Nietzsche, o una sicóloga o algún dialéctico actuales nos podrían dar clases enteras sobre el asunto, pero seguro que la mayoría (incluido quien escribe) preferiríamos salir a tomar una cerveza.

        Y “monstruos”, por sí decir matachos, que se crecen y se creen, que imponen y vociferan y ni siquiera sueñan con tener la razón, porque ellos la tienen. Verbi gratia —dicen los profesores— un presidentiño que cual percherón (perdón señor caballo) tiene muy bien puestas sus anteojeras y no puede mirar sino hacia un lado, su lado; o acaso no la tiene el señor del copete yellow que la inyecta a medio país de borregos (perdón señoritos corderos) que sin procesar la regurgitan en sus redes y vecindarios.

         “Dios nos libre de todo mal y peligro” decían las abuelas. De malos sueños, de sueños en despierto; de monstruos, espantajos y tarascas; de razones encubiertas y razones testarudas. Según Kant, en el campo teórico, el uso de la razón propicia juicios y en el práctico, mandatos. No crean que tengo libros de Kant, tampoco de Cantinflas, esto me lo googleé; y como también veo películas, Unamuno dizque dijo “venceréis pero no convenceréis” aduciendo a la falta de razón en el ejercicio de persuadir, antesala de la certidumbre.

         Pero volvamos al peatón que somos mayoría, quienes pretendemos tenerla en el café, en el bar, ante el televisor, en la mesa, en el colchón, desde el balcón; tenemos la razón porque la tapa del inodoro esto y porque el gobierno lo otro; porque la vecina piensa esto, si lo cierto es que; y medimos en los demás sus dos dedos de frente y nos atornillamos a convicciones sin siquiera tener la valentía de ponerlas en duda.

         Esperando no estén tan adormilados como el genio pintor, acudo y les exhorto a explorar el refranero popular (que suele estar en lo cierto) el cual dice cosas como que “buena razón quita cuestión” o “con pistola a discreción cualquiera tiene razón” o que “la razón —simplemente— es de quien la tiene”.

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Domingo largo

         Esta columna desapareció un mes y pocxs lo habrán notado, natural, porque no soy influencer que haga falta como una droga, ni mucho menos un gurú que se envanezca al decir se los dije, ojo con esto. Una ausencia de domingo largo. El usual, el de todas las semanas es un día con otra velocidad. O porque no haces nada o porque haces muchas cosas; todo como un ejercicio para quitarnos la costra de la rutina. Pero este mes y pico ha sido otra clase de domingo. En mi agujero —invadidas mis horas con la mejor compañía— tuve que aceptar muchas cosas, como todxs, cada quien con su realidad, no es muy lúcido apuntarlo. Y como cualquier mortal en clausura observé, escuché, vi, leí, sentí y sufrí ese torrente de información, de no información, de grandes gestos, de otros postizos; de reclamos sensatos y ayudas no tanto, de oportunismos inoportunos, chistes flojos y genialidades geniales en red. Observé, escuché, vi, leí, sentí y sufrí ese guiso saturado de la humanidad intentando (mejor, creyendo) ser más humana.

         Saqué la escafandra de voyeur y observé personas ejercitándose en las terrazas, leí señoras colgando la misma ropa con los mismos ganchos, escuché señores yendo de un lado a otro en balcones estrechos, como tigres zoologizados; sentí parejas aplaudiendo a las ocho en punto, a niños invisibles jugando sobre los sofás. Leí la prensa en pantalla, leí un libro aplazado mil veces, releí otros sueltos, a mordisquitos como si fueran la última galleta. Me vi ante las vidrieras del supermercado, a metro y medio, señorías; sufrí el acuerdo con el arrendador, que fue posible; escuché cosas raras: ¿los pájaros cantan más fuerte? no, es que hay menos bulla; ¿la campana del parque cercano tañe más alto? no, es el viento que no hace caso a los semáforos. Escuché la yema del sol romper en el horizonte, oí el runrún de abejorro de la ciudad dormida. Pasan cosas raras los domingos largos. Sufrí líderes y lideresas como púberes indecisxs, imprecisxs, ponzoñozxs, como si estuvieran en ropa interior ante un espejo pleno preguntas. Sentí cómo se contaban las muertes (que cuentan sólo para sus deudos). ¡Qué bien, hoy sólo 300! Y todxs, como convictxs, contando los días que faltan, dibujando rayitas en la pared; bueno, también hicimos el ejercicio de contar con quien vive enfrente, con quien no conocemos, hasta el de contar con nosotrxs mismxs.

         Y cuando abran las compuertas de la presa, el agua será ella. ¿Y así será?: ¡oh gurú! llevaremos mascarillas prêt à porter, otras con pedrería y firmas muy chic, y la sonrisa será un bien íntimo, casero; luciremos guantes muy justos, sudando como cirujanos y saludando en colores, preservativamente. Algunxs gustarán tanto de su casa —la que pagan para habitar tan sólo unas horas— que no querrán salir; habrá quien sufra el síndrome post-encierro, post-confi, post-long-Sunday. ¿Y así no será?: ¡oh influencer! ¿Más respetuosos con el planeta? ¡Cuál planeta! ¡Carpe diem! Aquí y ahora, que el futuro no existe. ¿Más solidarios con los refugiados? ¿Acaso no estuve recluidx semanas? ¿Que baje el ritmo de vida? ¡Cuál ritmo, qué vida! ¿Estar más con la familia? ¿¡Más!? Y ojalá vuelva el fútbol que no insulto hace marras, que vuelva la ópera para tomar champán en el intermedio; quiero comprar, que abran los restaurantes para zamparme la carta entera; quiero conducir, acelerar, que suene el claxon, necesito una bocanada de dióxido de carbono en la esquina, un chute de óxido de nitrógeno en la avenida, tirar una lata de cerveza en el parque…Domingo largo domingo. Y hay quien aún se queja de los lunes, que no son más que una humilde ventana a lo de siempre, a Nuestro Mundo, (voraz, arrogante) que entre otras cosas no es nuestro.

Nota aclaratoria: las equis son aes u oes para usar a voluntad. Otro ejercicio.

Publicado en el diario La Opinión, el 8 de mayo de 2020

En la oficina de empleo

No soy filólogo, ni lingüista, ni especialista lexicográfico. Sólo un man que le da a la tecla casi a diario y se interesa por el lenguaje; el que se usa, el que se maltrata, el que muta, el desconocido, el que se olvida y el que se ha quedado en la trastienda.

El castellano –dicen por ahí– cuenta con cerca de 90.000 palabras y los americanismos se le arriman. Otros idiomas tienen más o menos y seguro que hay más en la calle, pero de todo este caudal, una persona de mediana educación utiliza tan sólo el 10% y aunque sepa el doble, no lo usa. Pobre balance, estando en la época de las gigacomunicaciones.

         Abramos pues algunas gavetas, desempolvemos algunos anaqueles, abramos algún seibó para sacar a esas señoras palabras, a esos señores vocablos que si bien hemos leído o escuchado alguna vez o todo lo contrario, han pasado a la obsolescencia como prendas de atrezzo. Van algunas, pues, con significados caprichosos que según las geografías y los legados caseros pueden colisionar con otras acepciones de otros mapas y otras heredades.

Aldaba. Pieza metálica adherida al portón y que si no ha sido reemplazada por un timbre, retumba en el zaguán. Si queda portón y si queda zaguán.

Cogote. Donde termina o comienza el tuste que es lo mismo que la testa, donde apretaba el              garrote y zanjaba la fiesta.

Antiparras. Gafas, lentes, anteojos, “quevedos”; adminículo que da sentido a las orejas y a las narices. Y a los ojitos, off course.

Patán. Hombre brusco, de malas maneras, que cuenta con un séquito entre el que se encuentran algunas patanas.

Cigoñino. Así como lo es el corvato del cuervo, el guarnigón de la codorniz, el perdigón de la perdiz. El querido polluelo de la cigüeña.

Tronchar. Quebrar algo de manera manual, ya sea una mano, un tobillo o el bastimento para un buen sancocho o un gran cocido.

Culillo. Perturbación exclusiva del reino animal similar al miedillo, pavorcillo, temorcillo o paniquillo en el centro del anillo.

Vagaroso/a. Que va por el mundo, por las calles, errabundo. Como la mariposa, que Pombo no sabe por qué va de rosa en rosa.

Implume. Ser vivo o muerto que carece de plumas, como un pollo asado, un elefante crudo o un cliente de banco o casino.

Carranchín. Algo así como ronchas transitorias, sarpullido, o miles de granitos de origen conocido que se transmite entre desconocidos.

Ciclán. Persona –generalmente del género masculino– similar al cíclope pero en la zona testicular, es decir, de carambola imposible.

Chuspa. Bolsa pequeña, de materiales como la tela, el cuero, el plástico o el grafeno y que sirve, por ejemplo, para guardar las antiparras.

     Allí están, ellas son, y llegarán más. Harán fila con su curriculum vitae bajo el brazo a la búsqueda de vacante temporal o precaria. No, la verdad, sólo intentan entrar en una conversación, en un cuento, en algún poema. No quieren sueldo, necesitan empleo.

Publicado en el diario La Opinión, el 6 de marzo de 2020

Algo personal, pero prestado

Me lo encontré la otra noche, en un sueño. Y le pedí permiso. Además cometí ese acto pueril pero irrefrenable que sufrimos algunos mortales frente a otros mortales inmortales: demandarles un selfie. Esto, para abultar el acervo exiguo de cosas por contar y para enviar la foto a un afecto para que se enroscara de envidia. Aceptó con su risa bonancible la segunda solicitud y para la primera me dijo que sí a secas. El Nano —así le decimos los amigos de verdad y los amigos en sueños— después de su aprobación me dijo con sorna que ojalá alguien nos leyera, y antes de darse la vuelta y subir a su casa de la calle del Poeta Cabanyes, pude ver de nuevo sus dos lunares en la mejilla y su suéter cuello de tortuga.

        Mi petición no era otra que reproducir una de sus canciones, ante mi escollo para decir ciertas cosas a ciertos personajes y que al escribirlas no podían ser mejores, más precisas y más vigentes que la letra del cantautor. Aquí va, pues.

ALGO PERSONAL

Probablemente en su pueblo se les recordará / Como cachorros de buenas personas, / Que hurtaban flores para regalar a su mamá / Y daban de comer a las palomas.

Probablemente que todo eso debe ser verdad, / Aunque es más turbio cómo y de qué manera / Llegaron esos individuos a ser lo que son / Ni a quién sirven cuando alzan las banderas.

Hombres de paja que usan la colonia y el honor / Para ocultar oscuras intenciones / Tienen doble vida, son sicarios del mal. Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad, / Viajan de incógnito en autos blindados / A sembrar calumnias, a mentir con naturalidad, / A colgar en las escuelas su retrato.

Se gastan más de lo que tienen en coleccionar / Espías, listas negras y arsenales / Resulta bochornoso verles fanfarronear / A ver quién es el que la tiene más grande.

Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz, / Juegan con cosas que no tienen repuesto/ Y la culpa es del otro si algo les sale mal. / Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Y como quien en la cosa, nada tiene que perder. / Pulsan la alarma y rompen las promesas / Y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer / Nos ponen la pistola en la cabeza.

Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar / Van a cagar a casa de otra gente / Y experimentan nuevos métodos de masacrar, / Sofisticados y a la vez convincentes.

No conocen ni a su padre cuando pierden el control, / Ni recuerdan que en el mundo hay niños. / Nos niegan a todos el pan y la sal. / Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión / De declarar públicamente su empeño / En propiciar un diálogo de franca distensión / Que les permita hallar un marco previo.

Que garantice unas premisas mínimas / Que faciliten crear los resortes / Que impulsen un punto de partida sólido y capaz / De este a oeste y de sur a norte,

Donde establecer las bases de un tratado de amistad / Que contribuya a poner los / cimientos / De una plataforma donde edificar / Un hermoso futuro de amor y paz.

(Tienen doble vida, son sicarios del mal. Entre esos tipos y yo, entre esos tipos y yo, entre esos tipos y yo hay algo personal)

Algo personal, de Joan Manuel Serrat, de su álbum Cada loco con su tema. 1983

La novela AQUÍ SÓLO REGALAN PEREJIL

cumple un año de publicación en Colombia y España

Sólo por cambiar

Se dice que quien no arriesga un huevo no tiene un pollo; habrá quien diga que apostar así como así por la cacareada célula es muy osado, más si el aforismo resulta por cumplirse a pata de letra y tener que soportar al hijo de la gallina, tan ruidoso y tan cagón. Los huevos son mejores fritos y los pollos también. Pero si el tema es el albur, la aventura, hay que decir sin plumas en la lengua, que el riesgo, el cambio, es la decisión que más electricidad produce en los cuerpos.

       Cuerpos y mentes humanas que para seguir hablando de animales se dice justo eso, que el ser humano es un animal de costumbres, de rutinas, un ser de acomodo que tiene pavor a moverse un palmo hacia territorios desconocidos. ¿Cambiar de trabajo así me aburra como una ostra sin perla? ¿Cambiar de ciudad si aquí nací y aquí quiero morir? ¿Cambiar de pantuflas si sólo tienen quince años? Claro que no, claro que sí. Tan válido como un billete de 300 o algo más difícil, tres de 100.

       Y ya que se apela a proverbios, podemos parafrasear a Eduardo Galeano y su sentencia  que dice que se puede cambiar de religión, de partido político, de pareja, pero de equipo de fútbol jamás de los jamases, ni de fundas, ni por el Putas, ni porque te paguen y un etcétera con puntos suspensivos. Suplir una creencia por otra no implica alta traición, podríamos argumentar; basta hacer cosas nimias como comer o dejar de comer ciertas cosas y ponerse más o menos ropa, entre algunos cambios en adornos de pared, mesa y joyería. Del cristianismo al islam, del hinduismo al judaísmo, o tornarse cuáquero, o amante de Zoroastro o huir de cualquier credo hacia la nada. Bienvenido para cada quien, si eso te conserva como buena persona, que tal parece todos nacemos así, sin mácula ni suspicacia. Cambiar para ser mejor, mejora.

         Virar de partido o fundar uno nuevo no es nada nuevo. Ir del azul intenso hasta la frontera del morado sin ponerse colorados de vergüenza, del verde eco al verde vegan, del arco iris al naranja sin ponerse amarillos de la ira. Cambiar de sigla, de logo, de nombre. ¿Qué más da si un día nos levantamos más izquierdosos que derechosos? ¿Y si me voy al centro, siendo el centro tan peligroso? Dicen que en todos los centros atracan; sí, atracan los barcos que vienen desde la zurda y la conservadora. Todos contentos si cambiáramos para hacer el bien, que es más arduo que hacer el mal, pero se intenta. Y si se tratara de pareja, ¿trocar hombre por hombre, mujer por hombre, hombre en cuerpo de mujer por hombre, o simplemente cambiar de lado de la cama con la misma yunta? Todo vale si nos queremos, sin que nadie se irrite ni cambie de humor.

         Cambiar de día, de año, de década nos toca a las malas, pero lo que se dice cambiar, así sea la manera de lavarnos los dientes, renueva. Cambiar da vértigo y el vértigo da emoción, cambiar sacude el coco, hormiguea en la barriga. Arriesgarse a romper huevos para más tarde voltear la tortilla. ¡Eso! ¿Por qué no? O cambiar un rato sólo para regresar a lo de siempre. Cambio de sentido, cambio de luces, cambio de talla porque engordé, cambio de moneda, cambio el verbo cambiar, cambio de copa porque cambio de vino, “cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”, cambio cambio cambio. Cambiar debería ser una adicción. Y las adicciones sólo se placen cuando ya se ha probado lo suficiente y se ha escogido lo necesario. Quien no cambia, no fracasa, ni triunfa que es lo mismo si cambiamos de visión; cambiar es dejarle el huevo a la gallina o cascarlo con los ojos cerrados. Por cambiar, sólo por cambiar.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 3 de enero de 2020

Tirria global

No es que no se haya avanzado en la práctica de la tolerancia entre las gentes; claro que sí, tanto, que se tiene la impresión de estar retrocediendo. Según sea el tema que se lance, tal parece que por igual –ya sea en la tundra asiática, en un rincón mediterráneo, un vericueto andino, un fogón caribeño o en cualquier esquina occidental– estamos listos y con la mano en la empuñadura, prestos a sacar la espada que sabemos filuda o recién elevada al rojo vivo en la forja de la tensión. Porque hay tensión en el ambiente, señoras y señores; se nota el calentamiento moral, hormonal, global.

En cuestión de conexiones humanas –para no entrar en consideraciones filosóficas, geográficas, educativas, informáticas o religiosas– la Tolerancia y su antónimo habitan nuestro diccionario diario; y utilizamos su significado y sus secuelas por boca o por pantalla cuando Mengana o Perencejo se plantan con sus argumentos o sus sandeces; y así, como la piedra de los molinos o la batería del teléfono móvil, las palabras y sus acepciones, las personas y sus relaciones se gastan porque se gastan.

Salgamos a la calle para hacer una prueba, sólo una prueba. Ensayemos acomodar a cuatro en una mesa, toquemos el tema de algo tan serio como el fútbol (todo lo que genera pasión y extrema riqueza lo es) y comprobaremos que en pocos minutos la animadversión ya fecunda o por alimentar ha hecho ebullición, y veremos cómo se detestan colores y escudos, se abominan equipos y ciudades, se censuran camisetas y pantalonetas. Respect, ladies and gentlemen.

Sentemos a los mismos cuatro, salve decir que son dos mujeres y dos hombres –para ser equilibrados o malabaristas– en la misma mesa pero otro día y si no se han dejado de hablar, póngales la política por conversación. No hace falta mucho seso para prever que la reyerta está asegurada. Otro deporte: la descalificación por delante y ojalá algo peor por detrás; terreno donde la idea se subordina al disparate o el chovinismo silencia al interés por el conjunto; y todo eso al ondear de banderas y a la pulsación de tuíteres y whatsápperes. Entendimiento señores y señoras.

Para distender el asunto, por ejemplo, sólo por ejemplo, traigamos a un cómico para que les suelte algunos chistes, que resultan ser –como muchos– racistas, machistas y xenófobos (los chistes, no las personas, ni más faltaba). Los cuatro asisten al espectaculito tal vez con risas forzadas, con silencios elocuentes; todos detrás de esa máscara que en público sirve de escudo para no parecer racista, ni machista, ni xenófobo. Autenticidad, señoras y señores.

Y si se nos ocurriera llevar al cuarteto a un cuartito y proponerles por materia la sexualidad –para no entrar en consideraciones filosóficas, geográficas, educativas, informáticas o religiosas– penetraríamos en terrenos cenagosos pero abiertos, vedados pero campantes. Como el recinto lo suponemos oscuro y nos quedamos afuera, ignoraríamos por un buen rato si los personajes van a intercambiarse camisetas o a bajarse pantalonetas, si accedan a mudar de partido o de equipo, o estén propicios a aceptar ciertas ocurrencias. Consentimiento, señores y señoras, señoras y señores.

Si así fuera, esperemos que al abrir la puerta, veamos salir personas con caras amables, resueltas a defender posiciones sin ponzoña, a embestir sinsentidos con elocuencia; personas dispuestas a pasar esta aventura que es la vida (más su muerte), con más afecto que encono, con más sensatez que necedad, con más endorfinas que doctrinas. Entretanto la Tirria, en su página del diccionario espera –tolerante– no su abolición, sí su desgaste.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 6 de diciembre de 2019

Un relato más

MOSQUITA MUERTA

          Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. No voy a describir cómo, pues parecería una página roja y esta es una muerte azul. Era molesta. Se daba topes contra la ventana después de haberlo hecho ya diez veces y la burra (porque la metamorfosis aquí también es posible) se daba de nuevo tratando de remontar el cristal queriendo ser un fantasma, así, traspasando lo transparente como si fuera tan fácil. No. Antes hay que morir para tomarse esos atributos.

         Es que si las moscas no fueran tan zumbantes, si emitieran alguna armonía armónica, no estuvieran mereciendo el destino de ser despanzurradas con un matamoscas; ni siquiera se merecerían que un desocupado hubiera creado el matamoscas. Es que no hay sino verlas, dan vueltas y vueltas y justo se paran en mi trozo de papaya. Les encanta mi trozo de papaya, que es un trozo de papaya diferente cada día, porque me lo como así haya sido husmeado por una mosca. Y es una mosca diferente cada día, por no decir que son varias y usted ya vaya pensando en qué muladar vive este señor. Porque –valga la pena aclarar– soy un señor; pues las señoras según mi señora no matan una mosca.

         Es que no hay sino verlas, ellas se montan sobre su objetivo elegido (las moscas,  no las señoras) y sacan de sus cabezas un adminículo negro a manera de T invertida. Yo no sé si muerden, si chupan, si lamen, pero se les nota en sus salticos concéntricos el deleite. Les sabe a curuba aunque sea papaya. Y papaya dan las muy pendejas, porque yo las espanto con la mano izquierda y ellas huyen y dan vueltas y vueltas hasta que van a parar al vidrio de la ventana. Y ahí es. Ellas caen, si es que me decido a liquidarlas. Dirá usted, dama leyente, –yo también me lo pregunto– porqué moscas y no moscos, por qué “ellas” y no ellos. Problema de género. O de tamaño. O de color. O de información. Porque yo moscos sí conozco, pero son más pequeños. Pardos. Y suenan menos. En cambio las moscas, las que yo llamo moscas –así aprendí a decirles, pues no les he mirado la entrepierna– son más grandes, zumban más, tienen corazas azules de todos los azules, algunas verdes de casi todos los verdes, bellas y nobellas, y me miran con ojos rojos mate que invitan a que las mate.

         Es que no hay nada más fácil que dar muerte. Póngase usted a pensar. No es más que nos den un motivo, que nos traspasen alguno de nuestros límites permitidos por nuestras limitaciones para que digamos “es que yo le mato”, así con artículo neutro, para que después no digan. Y al final no lo hacemos, no matamos. Los profesionales (que hay demasiados graduados) no dicen “yo le mato”. Le matan. Es que dar muerte es fácil si uno no se pone a pensar.

         Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. Mosquita muerta.

 

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.

Sufragar o naufragar

         A los doce años y en primero de bachillerato fui embutido en democracia. No recuerdo a cuento de qué, pues aquel niño no manifestó aspiración alguna para ser electo representante de curso. Tengo el vago recuerdo de que la profesora titular me metió en la terna por ser el hijo de y el hermano de; y claro, con la campaña liderada por “la tícher” los otros contendientes quedaron en la cuneta. Al final, la gestión del infante presidente se limitó a encargar las camisetas para el equipo de fútbol de 1ºA y a elaborar la lista para los turnos de aseo del salón.

         Así era más o menos en esa época. Ya había terminado el arreglo rojiazul del Frente Nacional y el Presidente de la República –siguiendo la tradición– alzaba su dedo índice aún untado con tinta indeleble y dictaba: gobernador de tal departamento, Fulano; y éste, con su dedo electo, apuntaba y nombraba a Zutano alcalde de tal municipio, hasta que la democracia amplió su barriga y todos los censados pudieron elegir a sus gobernantes más próximos, los que deberían velar por las cuitas más próximas. Desde entonces, los candidatos han hecho campaña con topes presupuestales y reglas opacas para ser ungidos por el pueblo.

         Y unos ganan y otros pierden y unos gastan y otros también; y los que ganan quieren repetir y los que pierden también, porque la política además de ser –según Ambrose Bierce– un “conjunto de intereses disfrazados de lucha de principios” también suele ser uno de los empleos más apetecidos, empezando porque como político o aspirante a serlo no te enfrentas a las zancadillas de las jefas de recursos humanos o a entrevistas con gerentes prepotentes. Ser colombiano hincha de la Selección Colombia, no haber estado en la jaula y no llevar mucho tiempo viviendo en el lugar por gobernar, son más o menos los requisitos para un candidato. Bueno, y tener un aval, que no es otra cosa que lamer algunas partes del cuerpo a un grupo político así no sepas qué piensas tú o qué piensa ese partido.

        Llevamos varios lustros de elecciones populares y además de detectar que tal práctica crea adicción (no la de votar, sí la de ser votado), puedo olisquear que rige una especie de dedo elector como el de antaño pero con la uña sucia y sin cortar. Ya no hay idea que valga, ya no hay argumento que se imponga. Ahora se escucha incluso faltando semanas para la elección –por ejemplo y en voz del pueblo soberano–: Mengano ES el Gobernador. Antes de votar, la gente da por hecho que Tal ha metido a su campaña tantos millones porque Tal Otro le dio otros tantos y que el actual mandatario ya le allanó el camino y éste a su vez esperará paciente su nuevo momento. Eso se dice, eso se cree, eso se da por hecho. Y los demás contendientes, en la cuneta.

         Algunos de ellos hacen parte de las excepciones, los políticos excepcionales, que deberían ser la regla. Pero no. Ellos, a diferencia de quienes acuden a la faltriquera dudosa o a la percusión fácil, tienen lo que los dinosaurios llamaban “vocación de servicio”. Escasos y peliagudos de encontrar como una buena trufa, pero los hay, son la manzana sana entre las podridas, así como hay contados electores que votan sin esperar nada diferente a una gestión pulcra y bizarra.

         Lo de comprar aquellas camisetas infantiles tal vez no fuera necesario y hacerlo para el deporte proselitista podría ser prescindible; en cambio, lo de las listas de aseo se antoja digno de porfía y urgencia. ¿Cómo acabar con tanta putrefacción? Pues como se hace con los salones sucios: limpiar y fregar y enjabonar y enjuagar y cepillar y echar agua otra vez y más y más agua, aunque sólo queden náufragos con derecho al sufragio o sufragantes con derecho a naufragar.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 26 de octubre de 2019

La Ruta 66

No hace mucho recorrí esta carretera. Si lo hubiese hecho hace un año habría visto lo mismo. Si fuera a recorrerla en seis meses, tal vez me encontraría con algo similar, pero con nuevos protagonistas. No se trata de la famosa carretera, “la mamá” de las vías de América y sus casi 4.000 kilómetros que unen Chicago y Los Ángeles. No. Se trata de la ruta que une a Bucaramanga con Pamplona y encaja con la Nº 55 que lleva a Cúcuta y después a Venezuela por la 70.

         Ya había notado el fenómeno en la prensa y en algunas imágenes recibidas cuando eran novedad. Digo fenómeno para no decir tragedia y si le agrego vergüenza no sería una exageración. Nada como ver las cosas en vivo sin el filtro de las pantallas o el papel. Vi –en dirección contraria– decenas de personas caminando. Grupos de muchachos. Familias enteras. Algún solitario. Van, van “echando pata” hacia adelante y a cada paso se abre más el abismo de haberlo dejado todo y la aventura de no saber hacia dónde les lleva cada curva. Vi sobre todo gente joven, la que al otro lado tampoco tiene oportunidades y ha sido malcriada con subvenciones que ya no dan ni para el pan. Jóvenes, jovencitas, matrimonios con hijos pequeños que caminan como si fueran de excursión escolar; bebés que entre su candidez y el fogón de la travesía ven árboles bajos, después otros inmensos y otros de naranjas, de guayabas. Y siguen, la cinta gris del asfalto no acaba y además de algunos atascos –que ellos aprovechan para pedir algo a los conductores– los caminantes encuentran un par de campamentos humanitarios, para detener su exilio por unos minutos y tal vez mirar atrás.

        Cuentan que algunos se aprovechan de las ayudas. Cuentan que algunos roban. Cuentan que algunos piden y ponen tarifa. Que alquilan sus hijos por horas para lograr conmiseración y algunos pesos. También habrá quien agradece y sigue su camino. Verdades o mentiras a medias, pero lo único que parece cierto es que ya deambulan por Colombia cerca de millón y medio de personas con la mochila y la desesperanza a cuestas, en un país que no tiene capacidad para absorber este flujo, como tampoco sabe cuidar de su propia gente, la que llamamos desfavorecida y dentro de la que se cuentan más de 7 millones de desplazamientos internos, la mayor cifra en el mundo, más que el éxodo sirio. S-i-e-t-e millones de personas que tuvieron que dejar su casa. Desterrados en su propio país. Otra tragedia. Otra vergüenza.

         Pero vuelvo al refugio de la ventanilla y los veo seguir; los vecinos hijos de Bolívar siguen y la vía les muestra otros árboles que conducen hacia el frío; la manga corta ya no sirve y las bermudas quedan obsoletas. Esperan que el futuro esté en Bogotá, en el Ecuador, en el Perú, en Chile; ellos persisten y tal vez ignoren que primero deben remontar –por ejemplo– un páramo que los espera a más de 3.000 metros por la Ruta 66. Tampoco sabrán que antes, al entrar en Pamplona, hay una señora que con algunas ayudas externas ofrece las habitaciones de su casa con camarotes y colchonetas donde da cobijo a mujeres y niños; los hombres esperan afuera y algunos ayudan a preparar una paila de un metro de diámetro con arroz y una olla inmensa donde bullen litros de sopa que dan de comer más o menos a 300 personas al día, según sus cuentas.

         La visité en mi último trayecto, hablamos, me mostró su albergue y como gran vaina le di un par de tenis de mi hija y unos botines propios (esos que tiramos porque ya tenemos antojo de unos nuevos). Los agradeció con emoción y me aseguró que hay gente que llega con los zapatos deshechos y otra que llega descalza. Por ahí andará la donación, echando pata por carreteras, descansando en un parque, en algún terminal, en algún recodo de la ruta, no la del pelo al viento y las motos y los aventureros bienaventurados rumbo hacia Santa Mónica, no. Van por la ruta de la tragedia y la vergüenza.

Artículo publicado en el diario “La Opinión” de Cúcuta, Colombia el 4 de octubre de 2019

Otro relato

BUEN TRABAJO, BOBBY

       El disparo fue certero. Había llegado a la azotea desde la noche anterior. Un toldo pintado con el mismo color del suelo de cemento le sirvió de camuflaje. Sencillo, pero preciso. La ilusión óptica haría su trabajo. Quietud extrema imperceptible para evadir los rastreadores de movimiento de los helicópteros que peinaban la zona. Dos sándwiches de sólo jamón (sin queso, es alérgico a la lactosa) y un termo pequeño con café cerrero. Temperatura controlada burlando todo detector de calor. Duerme sin dormir. Lo aprendió en la Academia. El sol sale por el oriente, como dice el manual. Orina por una sonda conectada a un sifón para no dejar rastros. Espera. Espera.

       A unos 600 metros, la plaza empieza a llenarse de simpatizantes. En algo más de una hora llegará el personaje. Saca la mira telescópica de su SVD, gracias camarada Dragunov. No es el mejor fusil, pero es fiable. Si no, que lo digan las bajas que puede contar con las dos palmas de las manos y las dos plantas de los pies. Es un romántico.

       Observa. La tarima está montada desde las primeras horas de la mañana. El viento está O.K.; o sea, no hay viento. Dos libélulas rondando, la de la policía y la de una cadena televisiva. Los segundos son peores. Lo sabe. No se fía. Sigue agazapado en su refugio hasta la hora señalada, que llega sin remedio para la víctima. Está listo. Tres cartuchos 7N1, por si acaso. Pero uno será suficiente. Lo sabe. Sabe lo que hace. Hace sol, bonita mañana para el tiro al blanco aunque el objetivo sea negro. Se trata de un crimen político. Se trata de un crimen político con tintes raciales, piensa. Pero a él eso le importa medio pepino (O ninguno. El pepino le causa prurito). Él llega. Identifica. Dispara. Se larga. Cobra. Y al Caribe hasta el próximo servicio. Punto.

       El disparo fue certero. “Pueblo”, alcanzó a decir el candidato antes de caer como un bulto. El revuelo. Los gritos. El desconcierto. La búsqueda. El acordonamiento. Los testigos. Cuáles testigos. Los sospechosos. Cuáles sospechosos. Dos horas después, nadie ha encontrado nada. Dos meses, nadie ha encontrado a nadie. Ni rastro.

       En aquel país de ineptos, la justicia ordinaria, la extraordinaria y la otra, han decidido expedir una orden de captura internacional. El francotirador fantasma ha sido acusado de profesionalismo.

 

Este microrrelato es la versión larga del seleccionado para la antología “99 crímenes cotidianos”  de La Pulga Editorial de Madrid.

Con este BLOG número once, se cierra un primer ciclo interrumpido por vacaciones (en vacaciones no se debe escribir, es malo para la lectura).

Se agradece a quienes lo han acogido, se les cita a leer los que hayan dejado pasar y a esperar los nuevos, que llegarán, un viernes sí, otro también, o cada dos, o el primero del mes o sólo en viernes santo o en viernes trece. Pero viernes.

¿Cuántas veces al día?

¿Cuántas comidas al día? Terreno de expertos. Las tres reglamentarias no pueden faltar y las dos intermedias tampoco. Sí, son cinco, (los afortunados). De las actividades diarias habituales, la más repetida por supervivencia y por placer es el acto de comer. Se desayuna en familia, con la pareja o en soledad. A la media mañana, se come en el recreo, en la oficina, en el café de la esquina. Y otra vez el bostezo y dele, el almuerzo, el lunch, la comida y a media tarde, la merienda, las onces, el algo, el tentempié, el pecado. Y en la noche más de lo mismo. Cansa, diría alguien. Y toca. Y como toca, pues hay que intentar comer rico y comer bien. Y lograrlo. Y acompañar con algún brebaje.

         Eso, beber. Beber más de dos litros de agua es la cantidad aconsejable según se lee por ahí, para que el ser humano mantenga parte de su salud y la orina clara. (Un caballo –sólo por comparar– bebe más o menos cuarenta y mea color cerveza). ¿Pero en cuántas tandas? Hay quienes corren y sudan en gimnasio, calle y parque llevando su botellita de agua; y beben, claro, en sorbos pequeños como dicta la norma. Y quienes no se mueven tanto ¿podrían homologar a esas cuentas lo que suman durante la jornada como la leche, el café, la gaseosa, el vino, el caldo y los tragos amargos? Por supuesto, diría la otra, líquido es líquido.

         Por supervivencia y por placer se dijo arriba. ¿Y el trabajo? ¿Cuántas? (los afortunados).  Se podría decir que se trabaja una vez, partida en dos. O una sola, o media vez. Por placer lo hace una minoría y por supervivencia lo hace el resto, “porque el trabajo para mí es un enemigo” y lo hizo Dios como castigo, según dice el merengue apambichao. Ocho horas al día trabajando, minutos más, minutos menos, leyendo, escribiendo, pensando. Se vive trabajando, se trabaja trabajando. ¿Cuántas veces? ¿Hasta cuándo? Se trabaja toda la vida sólo –para al final– dejar de hacerlo.

         ¿Y dormir? Una vez durante ocho horas como diría el mismo experto en comidas. Y agregarle una siesta de diez minutos, o de diez años no estaría mal. También se duerme en el trabajo, en el transporte público, en la misa, en clase; se duerme en el juzgado, se ronca en las conferencias, en los parlamentos, se duerme viendo la tele (¡otro indicador vital!) y se duerme hasta en la cama según algunos sondeos. Digamos que una vez al día, pero durante la noche. Y si hacemos más cuentas, nos la pasamos un tercio de la vida durmiendo. “Dormir, acaso soñar, ay, ahí está el problema” dicen que dijo Hamlet.

         Y si regresamos a la supervivencia y al placer, llega el sexo. ¿Cuántas? Otros expertos dicen que se practica alrededor de dos veces por semana entre parejas estables. ¡Ni cero coma tres veces al día! Si quitamos a los más atléticos y menos expertos, si sacamos –por respeto y por rigor científico– a los practicantes del celibato, a los discípulos de Ogino y a los inapetentes, y si además dejamos de lado las lunas de miel, los encarnizamientos irreparables y las prácticas lucrativas, el sexo queda por los suelos en la actividad humana diaria. No puede ser, si refresca más que el agua, es más divertido que el trabajo y más sabroso que la langosta en espuma.

         No puede ser. ¿Y si nos diera por cambiar las proporciones? ¿Qué tal si trabajamos sólo hasta el mediodía, previo polvito antes del desayuno? Bueno, habrá que hacer la pausa para un cafecito, un cruasán, una empanadita ¿Y si nos fajamos una siesta larga después de un buen menú? Y en la tarde, ya que no hacemos nada, habrá que leer algo picando algo ¿no? ¿Y otro revolcón de piscolabis cuando caiga el sol? ¿Y ver la tele y dormir después de cenar? Pero de aquello nanay para ser coherentes con las estadísticas. No puede ser.

         Aunque cambiar renueva, tal vez lo mejor sea que cada quien deje todo más o menos como está. O tal vez no. O si las veinticuatro horas le dan tiempo, imagine usted otras variantes placenteras para su día a día, pero seguro terminará comiendo más veces que cualquier otra acción. Lo demás son sólo sueños, como los del príncipe danés o los de El negrito del batey.

Curso Lento de Idiomas

Quienes conocieron la publicación cultural “papel Higiénico ilustrado” recordarán esta sección; quienes no, podrán advertir que se trata de un tratado intratable de la lengua, que tan viva y tan viperina malnutre el día a día con novísimas jeringonzas logrando que nos entendamos menos. Abordamos entonces, cierta Terminología que tanto apabulla (y encanta), esa que algunos gurús de la comunicación nos embuten con todas sus calorías y que de tanto machacarlas pasan a la obsolescencia o a lo risible; también podrán encontrar palabras escondidas, veladas por el tiempo y los ácaros, pero tan vigentes como los espejos.

 

Cocina de Autor: término acuñado para platos elaborados en quirófano, destinados a dejar pleno al esnob y a la billetera en infarto.

Streaming: sistema de transmisión de imágenes tartamudo, apto para poca gente con mucha paciencia.

Hipsters: unos chicos muy chéveres parecidos a Marx, que gastan su capital en barbería y lo ahorran en calcetines.

Sostenible: término utilizado de manera imprescindible en cualquier proyecto sin el cual el proponente no podría mantenerse a sí mismo.

Misoginia: según muchas mujeres, tendencia masculina que desde tiempos inmemoriales se implantó para mantenerlas a raya.

Smoothies: bebidas antes conocidas como jugos, zumos, batidos o sorbetes y servidas en frascos de mayonesa.

Chat: especie de confesionario digital donde se escribe lo que no se quiere decir de frente o por el teléfono de siempre.

Misandria: según muchos hombres, tendencia femenina que hasta tiempos inmemoriales se está implantando para mantenerlos a raya.

Cocina fusión: antiguo accidente químico causado por un cocinero despistado pero con talento internacional.

Millennial: persona nacida en las dos últimas décadas del siglo pasado, digitalizada en las dos primeras del actual y desplazada por la Generación Z.

Transversalidad: concepto introducido en la gestación de procesos que involucran a diferentes gestores de triángulos rectángulos sin hipotenusa.

Orgánicos: productos provenientes del campo, deformes por naturaleza, plenos de tierra, costosísimos y que nos hacen mejores personas.

Crowdfunding: táctica para poner el sombrero y sacar dinero a familiares y amigos de una manera muy elegante y muy digital.

Producto de Proximidad: argumento de restaurantes que emplean cosechas locales empleando pinches y camareros inmigrantes.

Empoderamiento: práctica encomiable de empresas transnacionales minoritarias que luchan por abrirse paso en otros planetas.

Fracking: técnica muy artificial para extraer gas muy natural, que contamina –entre otras cosas– las fuentes de agua que herviremos en vitrocerámica.

Gastrobar: en sus inicios, medicamento para combatir el ardor y la acidez que mutó en establecimiento de comidas para combatir la cocina de autor.

Un relato más

OTRA DE CAPERUCITA

Darle un beso a la Bella Durmiente no fue cualquier cosa y mucho menos cosa del otro mundo. Fue un beso de mujer a mujer. De mujer despierta a mujer dormida. Bueno, de niña a jovenzuela. Pero beso. Y profundo. Y verdadero, no como los ósculos propagandísticos que algunas estrellas del pop –muchos años después– optaron por estamparse para vender más discos.

         Caperucita, muy dada a tomar los caminos más largos, no sólo había abandonado las páginas habituales de todos los tergiversadores de su historia, sino que había saltado sobre los calendarios como quien salta con pata de cojo sobre una rayuela descortazarizada. Una vez comida y fagocitada por el Lobo Feroz y después del rescate intrépido de entre las entrañas del impostor con colmillos y ojos y fauces de abuelita, Le petit chaperon rouge adquirió la facultad de traspasar las hojas de papel y las tapas de los libros con la facilidad con la que los olores viajan sin pasaporte, como el aroma de panza de lobo abierta en cruz, para no ir tan lejos. Allí, en el desorden de la biblioteca, entre telaraña y telaraña, ella pasó directo al libro de LaBella, sin intermediarios, cosa que agradeció el resto de su vida repetida, pues de haber tomado hacia el lado contrario se hubiera encontrado entre las páginas amelcochadas del osito Winnie the Pooh. Una vez dentro se dio cuenta de que un sitio así era más suyo, más juvenil, acorde con su precocidad, condición que ninguno de sus lectores en tantas generaciones y los críticos de siempre habían siquiera notado. ¿O es que ir por el bosque a esa edad tan temprana con semejante encargo no era propio de alguien más maduro? ¿O es que mantener una conversación infantil con un lobo y contra su voluntad no era de una chica hecha y derecha? Prestarse para eso sin perder la compostura, la acreditaba –según ella– para cosas mayores, o de mayores, como por ejemplo un beso.

         Sí, la besó. Descaradamente y con lengua. Y lo hizo a sabiendas de que la historia tenía previsto un beso tierno y salvador propinado por un príncipe de color azul, tal vez con capa, pluma en el sombrero y botas de montar. Nada más grato que truncar una historia de almíbar con casa real de por medio. ¿Por qué tendría que ser un heredero al trono y no un poeta pobre pero honrado, por ejemplo? Sí, el príncipe estaba buenísimo, pero al parecer a él no le bastaba con tenerlo todo y pretendía una vez más aprovecharse de una mujer en la indefensión del sueño. Sí, Caperucita la besó y LaBella sintió cómo unos labios carmines y húmedos rozaban los suyos y al entreabrirlos, una serpiente inquieta y deliciosa lubricó su interior reseco por la espera y por los años. Al abrir lentamente los ojos, descorriendo la cortina perfecta de sus pestañas negras, negrísimas, LaBella vio cómo otro par de ojos pequeños y certeros le decían todo lo que quería oír.

         LaBella le hizo un lado en el lecho y las dos mirando al techo despotricaron de Perrault, de los Grimm, de un tal Basile y hasta del oportunista de Disney. Las dos, mofándose de sus destinos perentorios que acababan de ser trocados como por arte de cuento, se pusieron a hacer planes hasta que se hizo de noche, momento en que ellas supieron muy bien lo que deseaban. Salieron al balcón para ver la luna creciente y estando en eso vieron cómo del castillo de enfrente una chica muy elegante huía despavorida y cojeando por una escalinata rumbo a un coche de corceles con cara de ratón. A LaBella le pareció que a la chica se le había perdido un zapato o que tal vez se había torcido un tobillo y sugirió ir en su ayuda, pero Caperucita estrenando celos le aclaró las cosas:

–Déjala, la conozco –dijo mientras le apretaba la cintura–. Esa no es de las nuestras.

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.

La "gente" son los demás

         Suele quejarse la gente de la cantidad de “gente” que hay, por ejemplo, a la entrada de un sitio de tapas muy de moda, o en la plataforma del bus o del metro; o para ir más lejos, en cualquier playa veraniega. Otra cosa es cuando se asiste a una manifestación por cualquier cosa manifestable, a un concierto o a un partido de fútbol o a la fiesta del barrio; se sabe, se tiene asumido que habrá mucha gente, pero la gente suele quejarse de “cuánta gente que hay”. La gente es la que nos rodea y aceptamos, o no. La gente es la que está al otro lado de alguna pantalla y aceptamos, o no.

         Es verdad que a veces hay más de la esperada como en el Ponte di Rialto en Venecia, en la Feria del Libro de Bogotá, o Las Ramblas de Barcelona, o frente a la tumba de Jim Morrison en Père-Lachaise. ¿Pero acaso quien se queja no es parte de esa “gente” que tanto le incomoda? La tan mentada masificación (que no es otra cosa que amasarse los unos a los otros) no obedece sólo a estos tiempos tan masificadores. Y si el sitio es público, promete emociones y además es gratis, qué mejor, sea la época que sea.

         A ver, vamos a exagerar: en épocas del Santo Oficio ¿quién querría perderse las abjuraciones de herejes y relapsos y asistir a su estrangulación y/o quema públicas? Pues sólo el condenado; así parecía ser. Si nos acercamos al Museo del Prado –pleno de gente– podemos ver “Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid”, de Francisco Rizi, donde más o menos dos mil almas esperan el espectáculo inquisidor en palcos, balcones, tribunas o a pie de cadalso. Están quienes abrazaban la fe y gozaban con ver abrasados, y los que –aunque no quisieran ver– querían ser vistos. O ¿quién dejaría de ir a las carreras en el Circus Maximus, donde cerca de 300.000 almas aupaban a los Fangios y a los Alonsos de la época, con sus carros y sus corceles de fuerza? Pues los que no podían o Roma les quedaba lejos; o quienes se quedaban dándole vueltas al peristilo, chateando.

         Por otra parte, volviendo al tiempo real, está dando vueltas como cualquier turista el fenómeno FOMO, que no es otra vaina que el físicopánicoquímico a perderse algo, algo presencial o sobre todo en la red, esa telaraña en la que “la gente” queda pegada como moscas a la miel para no decir otra cosa menos viscosa. A la gente siempre le ha gustado estar donde está la gente, porque si no estás donde la gente está, la gente no te ve; y a quien no ve la gente así se harte de ella, parece que es menos gente.

         A otros (gente minoritaria) les pasa todo lo contrario. No quieren salir de casa. O de su habitación. Y ahí entra con su venia, el señor Hikikomori, un síndrome que se la pasa aconsejando a cierta gente, que quedarse consigo mismo es el summum, lo supermegaguay. Fobia social, dirá el especialista, pero a quien lo padece o lo disfruta, qué más le da. Yo con yo y la gente afuera. Tan normal y tan raro, como que nos dé por lo mismo cualquier domingo en la tarde.

         Sí, “la gente” es la gente. La gente son los demás, los que hacen las cosas mal (o lo inverso a lo que creemos que está bien); la gente es la que está en el sitio donde estamos (y sería deseable que no estuviera). La gente es la que nos empuja y nos aprieta (y que no dejamos de estrujar). La gente es esa masa que está a nuestro alrededor (aunque seamos el alrededor de esa gente).

         ¿En qué quedamos? ¿Nos movilizamos? ¿Nos quedamos en casa? ¿Nos restregamos un poquito? ¿Vamos a loar a los héroes en los estadios? ¿Salimos a ver linchamientos? ¿O lo hacemos desde nuestro teléfono móvil, inmóviles, encerrados, lejos de los demás?